La fábrica de ilusiones


El presidente Luis Arce ha reiterado que la industrialización es la solución estructural a la crisis económica. Lo ha dicho en medio de protestas sociales, con el país semiparalizado por la escasez de combustibles, el alza del dólar en el mercado informal y una inflación que castiga sobre todo a los más pobres. El contraste entre el discurso oficial y la realidad cotidiana es tan estridente que cuesta encontrar un punto de conexión.

Sigue el gobierno invirtiendo en empresas estatales, bajo el eslogan de que serán el camino para sustituir importaciones. Pero esta es una vieja teoría cepalina, propia del estructuralismo de los años sesenta, que ha sido refutada por décadas de experiencia en América Latina. La sustitución de importaciones no generó autonomía, sino ineficiencia, burocracia y gasto público sin retorno. Y, sin embargo, Arce se aferra a esa visión con la misma tozudez que tiene de convertirnos en otra Cuba.



El (todavía) presidente, ha anunciado que hasta fin de año se habrán implementado más de 150 industrias estatales. Pero no vemos industrias, sino colas. No se ve desarrollo, sino desabastecimiento. El alza de precios ha erosionado el poder adquisitivo y la falta de carburantes ha paralizado sectores clave. La economía informal se ha disparado, mientras los ingresos fiscales caen y el país está casi proscrito del crédito externo. ¿De dónde saldrán los recursos para continuar financiando empresas que, en su mayoría, han sido deficitarias?

A la ineficiencia se suma la sombra permanente de la corrupción. Numerosas adquisiciones estatales se han realizado mediante invitaciones directas, adjudicaciones o mecanismos que eluden las normas de contratación pública. Las denuncias de sobreprecios, compras obsoletas y falta de estudios técnicos rigurosos son recurrentes. Muchas de estas inversiones (sustentadas en millonarios aportes del Banco Central de Bolivia) han terminado siendo elefantes blancos, sin utilidad económica ni impacto real en la meta enunciada. Desde la fábrica de urea, construida en una zona alejada de sus centros de consumo, hasta la planta de papas fritas, que pasa de lo anecdótico a lo irracional, el modelo estatal acumula gravosos fracasos.

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Muchas de estas entidades funcionan más como oficinas políticas que como unidades económicas viables. Se convierten en meras “fábricas de ilusiones”, incapaces de sostenerse sin el auxilio permanente del Tesoro.

 

El Ministerio de Economía ha sido renuente a difundir los balances financieros de las empresas públicas, pero los datos que han trascendido son alarmantes. Ende, Emapa, BoA, Quipus, Cartonbol, Lacteosbol, Promiel y otras firmas emblemáticas del modelo estatal han reportado pérdidas acumuladas, inversiones no ejecutadas y proyectos fallidos.

Las cifras del año 2024 son elocuentes: las diez principales empresas públicas deficitarias acumularon más de 540 millones de bolivianos en pérdidas. A la cabeza están Mi Teleférico y Yacimientos de Litio Bolivianos (YLB), cada uno con un déficit de 200 millones. Esta última es el símbolo de una industrialización prometida y no cumplida; se proyectó una producción de 150.000 toneladas de litio por año, pero en 2024 apenas se alcanzaron 2.000. Nada más elocuente para ilustrar el abismo entre discurso y realidad.

Otras empresas, como la Empresa Boliviana de Producción Agropecuaria (EBPA), Yacana, ESAB, Mutún, EASBA o la ASP-B, también registraron pérdidas millonarias. En todos los casos, se advierte que existe escasa eficiencia, incumplimiento de metas, sobredimensionamiento burocrático y opacidad en la gestión.

Bolivia ha acumulado, en las últimas dos décadas, decenas de empresas públicas deficitarias y proyectos inconclusos. El modelo ha sido sostenido a punta de gasto público, endeudamiento y una narrativa de soberanía productiva que hasta ahora no pasa del discurso.

A pesar de este panorama, el Gobierno insiste en seguir destinando recursos a estas empresas. Con un déficit fiscal que ronda el 11% del PIB, sin acceso a financiamiento externo y con las míseras reservas internacionales, continuar metiendo dinero en empresas públicas deficitarias no solo es imprudente; es insostenible.

La realidad ha sido implacable: la gran fábrica de ilusiones ha fracasado. Y es que la industrialización no se decreta ni se improvisa; requiere condiciones institucionales, seguridad jurídica, mercados dinámicos, talento humano capacitado y una articulación real con el sector privado. Ninguno de esos elementos está presente hoy en Bolivia. Insistir que la solución vendrá de más empresas estatales es no entender la magnitud del problema.

Lo que está en juego no es sólo un modelo económico, sino la viabilidad misma del Estado. Persistir en el error puede empujarnos más rápido hacia el colapso. Corregir el rumbo exige sentido común, valentía, decisión y una mirada libre de prejuicios ideológicos. ¡Justo lo que escasea hoy en el poder!