La ilusión del origen


Fuente: Ideas Textuales 

Pintar sobre lienzo blanco. Escribir sobre una hoja en blanco. Redactar en una pantalla vacía. No hay metáfora más persistente ni más tramposa que la del vacío inicial. Esa imagen romántica del creador frente a la nada. Del genio solitario recibiendo el soplo de una musa esquiva. Funciona más como consuelo que como verdad. La página en blanco no es el principio, es el disfraz del principio. El disfraz de algo anterior que no supimos —o no quisimos— ver.



Y, sin embargo, hay algo en ese momento que nos detiene. Una suspensión del tiempo. El ritual silencioso de preparar el mate, ajustar la silla, abrir el documento o desplegar el bastidor. Ahí, justo ahí, es donde comienza la mentira: creer que estamos por inventar algo. Que la idea llegará. Que nos pertenece. Que será nueva.

Pero nada nace del vacío. Nada. Ni el trazo inicial ni la primera palabra. Siempre hay un sedimento, un prejuicio, una intuición arrastrada desde otra parte. Todos —sin excepción— somos médiums de una voz que no es del todo nuestra. Cargamos con lo que hemos visto, leído, sentido, intuido. Con la infancia, con el miedo. Con el eco de una frase oída a destiempo. Con una melodía mal recordada. Con una rabia antigua. La creatividad, por más altisonante que suene, es apenas la articulación de esos fragmentos en una forma que parezca nuestra.

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Por eso resulta enternecedor —y algo risible— cuando se celebra la “originalidad” como si fuera una epifanía súbita. Cuando se habla del genio como un elegido. Como si no hubiera allí años de observación silenciosa, de trabajos frustrados, de influencias mal digeridas, de caminos ensayados una y otra vez. Como si no partiéramos, todos, de un impulso que ya fue codificado antes de llegar a nosotros.

Incluso el impulso, si lo pensamos, es heredado. Una pulsión por decir lo que todavía no sabemos cómo decir. Algo del barro primigenio, de la oralidad que nos constituye como especie. Cuando el cuerpo dicta, cuando la respiración encuentra un ritmo, cuando la mente se deja llevar por una lógica que no responde a razones. Es entonces cuando empezamos. No desde la nada, sino desde la densidad de todo lo vivido.

Y está bien que sea así. No hay deshonra en asumir que no fuimos los primeros. Que elegimos —una vez más— volver a descubrir la pólvora. Que repetimos fórmulas antiguas con la esperanza de hallar una inflexión propia. Que retomamos ideas ajenas para tensarlas, torcerlas, volverlas un poco nuestras.

Lo que sí convendría evitar es el ridículo de jactarnos. Porque si hay algo más ingenuo que creer en la hoja en blanco, es creerse dueño de lo que emerge sobre ella. Lo que aparece allí no es más que una versión filtrada de lo que ya estaba. Una respuesta inconsciente a una pregunta que no nos dimos cuenta que nos hacíamos.

Entonces, ¿cuál fue la temática de nuestro lienzo en blanco? Tal vez esa sea la pregunta correcta. Porque lo que llamamos creación es, al final, la forma que encontró nuestro prejuicio de manifestarse. Y si somos honestos, lo sabíamos desde antes de empezar.

Por Mauricio Jaime Goio.