La lección suiza de Heidi


Heidi no fue solo una serie infantil japonesa ambientada en los Alpes. Fue una declaración de principios. Un gesto artístico radical que, medio siglo después, interpela a una era de atajos digitales y creatividad delegada.

Fuente:  https://ideastextuales.com



En los años 70 del siglo XX, mientras el mundo miraba a Silicon Valley como el nuevo oráculo, un grupo de japoneses hizo las maletas y se fue a Suiza. No buscaban negocios ni congresos. Buscaban una montaña. O, más bien, la atmósfera que una niña imaginaria, Heidi, había habitado en la novela de Johanna Spyri. No se trataba solo de ilustrar su historia. Querían comprender su mundo.

El proyecto de animación de Heidi, producido por Zuiyo Eizo y dirigido por Isao Takahata, con Hayao Miyazaki a cargo del diseño de escenarios, fue un acto de resistencia estética en un tiempo de aceleración. Antes de que existieran los drones o Google Earth, Miyazaki envió un equipo de dibujantes y fotógrafos a recorrer los Alpes. A caminar por los mismos senderos que el personaje habría transitado. A observar la inclinación exacta de los tejados de madera, la manera en que las nubes bajan en la tarde, el ritmo de los animales en el campo.

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¿Era necesario? En términos productivos, seguramente no. En términos artísticos, era ineludible.

Cada cuadro fue dibujado a mano, con lápices, pinceles y paciencia. No había comandos. No había software predictivo. Solo la voluntad de ser fieles al mundo que se estaba contando. Porque Miyazaki, incluso entonces, entendía que el escenario no es fondo: es personaje. Y que el arte —el verdadero— no surge de la comodidad, sino de la inmersión radical.

Heidi fue un éxito mundial. En América Latina se transmitió sin interrupciones durante décadas. Pero lo que pocos sabían era que detrás de esa estética tan limpia, tan pura, tan entrañable, había una ética rigurosa. Una pedagogía silenciosa sobre lo que significa crear con respeto.

Lo que Miyazaki descubrió en Suiza fue una forma de verdad. La misma que luego buscaría en los paisajes de Mi vecino Totoro, en los acantilados de Ponyo, en los cielos de El castillo en el aire. Pero todo partió en esa niña que vivía con su abuelo, en medio de la montaña, sin mayor tecnología que su ternura.

La elección del dibujo análogo no era nostalgia: era militancia. Una militancia del detalle, de la pausa, de la contemplación. En un tiempo que comenzaba a rendirse al pixel, Miyazaki prefería el temblor del trazo humano. Y eso se notaba. Porque Heidi no fue solo una serie animada: fue una lección de vida.

Hoy, en plena efervescencia de la inteligencia artificial, los artistas enfrentan un dilema similar. ¿Hasta qué punto es válido delegar la imaginación? ¿Cuánto sentido tiene crear si el proceso se resume a dar instrucciones? ¿Es arte lo que no nos exige?

La IA, en su forma más sofisticada, ha democratizado ciertos talentos. Pero también ha instaurado una lógica peligrosa: la idea de que crear no requiere aprender. Que basta con desear una imagen para que esta aparezca. Que el esfuerzo es un estorbo.

Miyazaki no lo habría aceptado. De hecho, no lo acepta. Su antipatía pública hacia la IA tiene menos que ver con la técnica que con la ética. Para él, la creación implica una parte del alma. Y el alma, como el lápiz, no se terceriza.

El contraste es brutal. La serie de Heidi fue un trabajo de campo, un estudio de la luz, una comunión entre naturaleza y trazo. Hoy, muchos contenidos se fabrican en minutos, se olvidan en segundos. No hay huella. No hay mundo detrás del mundo.

Heidi sigue emocionando no por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. Porque detrás de cada escena hay una mirada detenida. Una voluntad de comprender antes de representar. Eso, que parece mínimo, es revolucionario.

En tiempos de eficiencia, recordar el gesto de esos dibujantes japoneses —que viajaron miles de kilómetros para estudiar un pueblo suizo— es casi una obligación moral. Una invitación a volver a mirar. A volver a caminar. A volver a dibujar, incluso si tiembla la mano.

Porque no es lo mismo crear que generar. Y no todo puede pedirse a una máquina. Hay cosas, como el alma de una montaña, que solo un trazo humano puede capturar.

Por Mauricio Jaime Goio.