El eje de la política se ha trasladado hacia el extremo del odio. Pero ya no es un mal banal, como alertaba en su momento la filósofa Anna Arendt, sino que ahora el péndulo se ubica en concebir al mal como una obligatoriedad. Y mucho más si estamos en elecciones. Esto quiere decir, que cuando el ejercicio de la política comulga con el discurso del encono, los resultados en la arena electoralista ´pueden llegar a ser dramáticos por sus consecuencias altamente tóxicas para la sociedad.
Sería gravísimo que la política de nuestro país se contamine con posturas de odio; Ya hacia finales de los años treinta, el discurso de racista nacional socialista del fascismo italiano prendieron una mecha que costó millones de muertos y destrucción total de ciudades y pueblos enteros por visiones extremas. Todo parece indicar, que, como seres humanos, definitivamente, no aprendemos. Nos gusta guerrear, pelear. Somos belicosos, drogo dependientes de la violencia entre seres humanos. Nos detestamos cada tiempo. Nos aborrecemos periódicamente. Y, luego, sentados sobre piedras, vemos con estupor todo el daño ocasionado.
En un libro extraordinario del periodista Siegmund Ginzberg “Síndrome 1933” (Editorial Gatorpardo Ensayo) este escritor nacido en Estambul pone foco en aquellos meses cruciales del ascenso del nazismo y de Hitler al poder, donde indaga en aquellos aspectos políticos, electorales y comunicacionales que acompañaron este ascenso imparable bajo la idea de que en la sociedad de su tiempo operó una auténtica filología del odio. Una especie de amor absoluto por el odio, llevado a extremos descabellados contra millones de judíos asesinados en campos de concentración. Amor enfermizo aceptado por casi toda una población alemana. Paradójicamente, altamente culta y educada.
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El problema actual, a diferencia de aquellas épocas, es que este ciclo de violencia y tirria prende muchísimo más rápido y es más virulento gracias a las plataformas digitales. Las guerras y aversiones raciales y culturales ya no están a miles de kilómetros de distancia: están a un click. A un pantallazo. Los conflictos han invadido nuestras mesas, nuestros círculos de amigos. La inquina está entre nosotros.
En este lodazal, la estrategia de quienes impulsan el encono tiene objetivos meridianos: el primero de ellos es silenciar al otro. De una manera irracional y brutal. No hay un mínimo de espacio para la tolerancia o el diálogo. No puede darse un mínimo resquicio para entablar una conversación, un acuerdo. Se debe aplastar al contrincante. Y el campo de batalla se libra en las redes sociales, de una manera sanguinaria. Lo virtual es real. Así es como estos intolerantes y violentos, desde el cobarde anonimato, pulverizan a contrarios o posturas sociales, culturales y políticas opuestas.
Los bríos se concentran en edificar un cerco de ideas absurdas que aglutine en su raída bolsa, desde las teorías conspirativas, el individualismo extremo y la superioridad racial, hasta la negación del discurso científico que es una suerte de terraplanismo político que cuando observa que los hechos no confirman sus posturas ideológicas, se procede con aplastarlos con guerras digitales muy virulentas.
Cuanto más se logre degradar al debate público, menor será la probabilidad de un intercambio plural y democrático de ideas. Y desde esta lógica se entiende que aquellos que ganan un proceso electoral y poseen poder, de inmediato desechan las reglas de la democracia y la desprecian in extremis. Desde concejales, asambleístas, hasta diputados, senadores y presidentes. Nadie, desde su pequeños o grandes feudos de poder, rehúyen al hipnótico poder del odio y el avasallamiento del rival.
Es una suerte del ejercicio de la política sin políticos.
El principal valor de un político – junto a su idoneidad, por supuesto, y su compromiso con la probidad – es su profesionalismo de gestionar los recursos públicos en beneficio directo de los ciudadanos. Y no hacerse del erario nacional en beneficio propio o para perseguir, encarcelar y judicializar el ejercicio de la política.
Si admitimos la proliferación de estos discursos de aborrecimiento, estamos faltando – los políticos, en todo caso, por estar en primera línea y nosotros, también, como ciudadanos de a pie – a esa gran responsabilidad de evitar que las acciones de propios y extraños oscilen de la virtud al vicio. Y, la peor de las perversiones, es precisamente, este odio imbécil al prójimo.
Quizás, entre los epítomes de la ojeriza como gestión política, allá por el norte de América y Europa oriental están Trump, Putin, Orban, Le Penn, Meloni y, por nuestro vecindario, se encuentran Maduro, Ortega, Morales, García Linera, Milei junto a una toda una recua de vulgarismos que hacen del odio sus banderas de lucha.
Son como el flujo y el reflujo de la náusea. Vienen y van. No aprenden de sus errores, sino más bien los magnifican, los amplifican. Alientan el oprobio. Lo incuban, lo alimentan y luego, al final, lo vomitan.
Muy en línea – y haciendo una paráfrasis de Arendt – para la escritora turca Ece Temelkuran esta nueva irrupción de líderes extremos está convirtiendo la banalidad del mal en el mal de la banalidad. En algo ordinario. Aceptado. Y hasta, incluso, de conducta obvia.
Ahora, en estos momentos de una crisis económica, política, social y moral – sobre todo – tan profundas, como nunca en nuestra historia política nacional, estamos asistiendo a la era dorada de los mandriles odiadores.
¡Luz, cámara, odie!