En vísperas de las elecciones de 2025, Bolivia enfrenta una lucha por el sentido mismo de la política y el poder.
Fuente: La Razón
Acta, non verba. Hechos, no palabras. Que se hable poco y se haga mucho, decían los antiguos. Pero en Bolivia sucede lo contrario: hablamos mucho, prometemos más y cumplimos casi nada. Las palabras se han vuelto humo, las promesas, papel mojado. Y así, mientras los discursos se inflan de épica y pueblo, las acciones se enredan en cálculos y traiciones.
El tablero está sobre la mesa. Las piezas se disponen una vez más, pero ya no son nuevas. Están gastadas, con grietas de mil batallas y traiciones. Las elecciones presidenciales de 2025 no serán una partida más; serán la partida. La definitiva. Porque detrás de cada candidato, cada consigna y cada pacto, se esconde una verdad incómoda: esta no es una simple contienda democrática. Es una lucha brutal por el control simbólico de un país agotado, una nación que lleva demasiadas décadas jugando ajedrez con trampas.
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Entre peones disfrazados y reyes en retirada
En Bolivia, la política ha dejado de ser un arte de gobierno para convertirse en un arte de supervivencia. Y como en todo ajedrez complejo, la clave no está en las jugadas evidentes, sino en las silenciosas: los pactos que no se anuncian, las traiciones que se gestan entre sonrisas, las lealtades tan volátiles como el viento de La Paz.
Vivimos en un país donde las jugadas se anticipan no por inteligencia colectiva, sino por costumbre cínica. Ya sabemos qué pasará: habrá rupturas, traiciones, acusaciones, coqueteos ideológicos, alianzas contra natura. El libreto está escrito. La pregunta ya no es qué harán los políticos, sino cuánto tardarán en hacerlo.
De ideales a imposturas: la derrota del relato democrático
Tras la caída de Evo Morales en 2019, hubo un instante de aire nuevo. Breve, ingenuo. Se creyó que la transición daría paso a una renovación política, a nuevas reglas. Pero lo que siguió fue una borrachera de poder mal digerida. Gobiernos transitorios convertidos en máquinas de revancha, el regreso del MAS con viejos métodos, y la oposición desdibujada entre egos personales y discursos de cartón.
En este 2025, las figuras emergentes no han demostrado ser el relevo moral ni estratégico que se necesitaba. Eduardo del Castillo, quien durante su gestión como Ministro de Gobierno —y ahora ya no lo es— representó la figura del joven tecnócrata con mano dura, ha quedado atrapado en su propio laberinto de excesos y subordinación al viejo modelo masista. Andrónico Rodríguez, eterno delfín cocalero, oscila entre ser un símbolo de continuidad y una marioneta del ala más ortodoxa del oficialismo.
Jaime Dunn y Rodrigo Paz intentan perfilarse como la «tercera vía», como outsiders racionales, pero su ambigüedad programática y sus alianzas de último minuto los convierten en piezas tan previsibles como las anteriores. No hay outsider sin coraje. No hay renovación sin ruptura. Y hasta ahora, nadie ha roto nada.
Entre alfiles mercenarios y torres quebradas: ¿quién mueve las piezas realmente?
La política boliviana actual no se juega en el Parlamento ni en las calles. Se juega en las sombras. En las salas de redacción cooptadas, en los consejos empresariales que patrocinan candidatos, en los clubes selectos donde se diseñan campañas y se manipulan encuestas. Allí están los verdaderos jugadores. El ciudadano solo es ficha, decorado, estadística.
El poder en Bolivia ha mutado: ya no es la capacidad de transformar, sino de resistir. No se trata de conquistar un país, sino de administrar su escepticismo. Cada elección es una batalla por el esqueleto institucional, por el botín del aparato estatal, por los contratos y las impunidades. Y los peones —nosotros— seguimos marchando, creyendo que elegimos algo.
Un país fragmentado que no olvida pero tampoco reacciona
La democracia boliviana está herida. No solo por la corrupción estructural, sino por la desafección emocional. El voto ya no es un acto de esperanza, sino una rutina dolorosa. Vamos a las urnas como quien acude a un funeral, sabiendo que el difunto no resucitará. Nos han enseñado a votar por miedo, no por convicción. Y ese miedo ha parido presidentes que gobiernan desde la sospecha, no desde la confianza.
Sin embargo, no todo está perdido. Bolivia es una tierra impredecible. Lo fue en 1952, cuando los obreros tomaron el cielo por asalto. Lo fue en 1982, cuando resucitó la democracia. Lo fue en octubre de 2003, cuando el pueblo forzó una renuncia presidencial sin disparar una bala. Y puede volver a serlo.
La última jugada está en nuestras manos
Esta columna no pretende anticipar ganadores. No es una quiniela electoral, es una advertencia. El tablero está servido, y cada uno de nosotros debe decidir si sigue siendo espectador, ficha o jugador. La última jugada no la hará un caudillo redentor, sino una ciudadanía lúcida. La política no puede seguir siendo una guerra de supervivencia entre élites; debe volver a ser un espacio de construcción colectiva.
No se trata solo de elegir al menos malo. Se trata de comenzar a edificar nuevas reglas. De exigir debates reales, planes concretos, compromisos verificables. De renunciar a la lógica de los mesías y abrazar la ética de la corresponsabilidad. Bolivia no necesita más líderes carismáticos: necesita ciudadanos que no se dejen embaucar.
Porque la partida final no se juega solo en las urnas. Se juega todos los días: en la universidad, en la escuela, en el sindicato, en las redes, en el barrio. Se juega cuando decidimos entre la indiferencia y la organización, entre la queja y la propuesta, entre el oportunismo y la coherencia.
George R.R. Martin tenía razón: el poder reside donde decidimos que resida. Y es hora de decidir mejor.
El tablero está sobre la mesa. La historia nos observa. La pregunta es simple, brutal y urgente: ¿Jugamos?
Fuente: La Razón