La violencia ha sido la niña mimada de Evo Morales. Le ha dado un hijo: la victoria electoral de diciembre de 2005 convertida en la primera magistratura. ¿Qué quiero decir? Quiero decir que Evo Morales no ha tenido más que decorativamente un discurso socialista, indigenista, pachamamista. Lo que realmente lo ha encumbrado en su uso verdaderamente brillante de la violencia. No puedo culpar a Morales por las muertes de 2003. Fue el psicópata de Carlos Sánchez Berzaín, ministro de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien disparó el gatillo. Quiso mostrarse rudo y acabó dándole el regalo al líder cocalero en bandeja de oro. Evo rezaba en el Trópico por tener una escalada de muertos.
Ya en octubre de 2000, los cocaleros, con Morales a la cabeza, asesinaron brutalmente a los esposos Andrade. El cocalero ya mostró las credenciales que quisimos ocultar. Sin embargo, el artista del lienzo mortuorio no se contentó con la parejita. Tenía el carácter para limpiarse a quien se interpusiese, pero sabía que no tenía ser él quien apretara el gatillo. Él podía enterarse por radio del avance del pueblo alteño cercando a Goni y pedir al cielo que se llevara, ¡por favor!, a “algunos hermanos”.
Azuzaba a la gente a que fuera al combate, le susurraba al oído lo valerosa que era, le aseguraba su podio de heroicidad, mientras suplicaba por el aumento de víctimas. ¿Podían ser tres o cuatro, si el Ejército erraba? Ojalá. ¿Y no podrán ser diez o quince los “patriotas”, para no tener la menor duda del inmisericorde comportamiento del Imperio y de sus subordinados neoliberales? ¡Ojalá! El dirigente máximo del trópico rezaba esperando esa gracia divina. Jamás se le ocurrió pensar en la amabilidad del susodicho ministro segando la vida de 67 hermanos alteños. Evo se contorneó frente a la pantalla con dos lagrimones en los ojos: su sueño se hizo realidad. De ahí a la presidencia restaba sólo un poco.
¿Por qué narro este relato? Porque nunca lo hemos querido hacer. Parecía atentar contra la memoria de las víctimas. Nada más alejado del tenor de estas líneas. Mi pésame más sincero y mi respeto más honesto a esas víctimas. Sin embargo, es imprescindible tener presente que los decesos eran cartas plagadas de ases en el póker de victimismo que Evo exponía como su lujosa y más prominente narración política. Ese fue el ingenio memorable de este político: lucrar con la sangre derramada. Ya nada podía detenerlo. La violencia, fue su móvil más insigne en su carrera política.
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Pero no acabo de responder: ¿por qué asevero una tesis tan cruda y controversial? Por una razón: Luis Arce puso en marcha un plan en Llallagua con singular destreza: conseguir revertir esa imagen idealizada de la violencia proveniente de 2003, transformando la violencia sacrosanta de aquel año en una violencia ilegal. La violencia idílica como acto de resistencia, jamás de ataque, practicada en 2003 trasmutó a una violencia vil y detestable en junio de 2025. La violencia a manos del pueblo, siempre santificada, es hoy la violencia del narcotráfico. Esa es la ruta que ha seguido Evo Morales. Buscó en enero de este año, y en octubre de 2024, regar las vías de muertos. Él, por supuesto, se escondió con la misma intrepidez demostrada a finales de 2019, huyendo velozmente hacia México. Parecía recordarnos que quienes mueren son otros: los inferiores. Los que deben honrarlo.
¿Exagero? Lo dudo. Similar estrategia quedó demostrada con fantástico talento, precisamente, en las jornadas de finales de 2019 e inicios de 2020. En esa ocasión fue Jeanine quien cayó en la trampa de Senkata y Sacaba. Se dijo sólo excepcionalmente que en Senkata una turba masista era el verdadero peligro. Pensaba tomar las oficinas públicas del lugar, con el riesgo evidente de jalar el gatillo y hacer estallar el lugar con un saldo de diez mil muertos. Mejor volver a jugar con la táctica política, no sólo favorita, sino única del masismo: la violencia como parteaguas del victimismo aplaudido con devoción por los mensajeros de la parca: Evo y sus huestes.
Recuerdo, inclusive, el libro de Álvaro García Linera Geopolítica de la Amazonia, poder hacendal-patrimonial y acumulación capitalista, en el que trata de justificar la violencia desmedida del gobierno contra los marchistas del Tipnis. La tesis es clara: estos pobres sujetos, los hermanos del Tipnis, fueron vergonzosamente comprados por el poder del empresariado turístico, de caza de cocodrilos y venta de cocaína de esta inmensa región. Ergo: nosotros no hicimos nada malo; fueron estos q´aras ricachones y abusivos. ¿Qué se vio? Un intento de perdonar la violencia ejercida por el propio gobierno del MAS en aquellos días contra los indígenas de tierras bajas, justificándola elegantemente. ¿Se creía su propio relato, el bachiller-profesor? No, pero sacaba a relucir la tesis de fondo: la violencia es nuestra, ¡no se metan a querer robárnosla!
Y eso fue lo que sucedió en esta última semana: Arce le robó a su exjefe esa fabulosa herramienta de poder. Lo hizo mandando a una docena de oficiales a cumplir con su deber a este territorio. Recordemos que para apresar a Áñez o a Camacho más de un millar de policías se dirigió a cumplir la labor. En esta oportunidad, se mandó a pocos con la intención de abandonarlos a su suerte. Mejor si las huestes cocaleras los matan y así nos embolsamos el mejor instrumento de guerra del Evo: la violencia. Lo mostramos, como siempre debió ser, como el defensor de la hoja de coca del Chapare que en un 94% va al narcotráfico. Evo Morales como el auténtico pactista en las últimas dos décadas: el pacto con el narcotráfico.
Quiero citar, a modo de cierre, esta fabulosa reflexión de Antonio Scurati sobre el origen del fascismo: “… la noción de victimismo en el discurso de Mussolini no era una debilidad, sino una estrategia calculada para legitimar la violencia fascista. Al presentarse a sí mismos y a la nación como víctimas de fuerzas externas (aliados) e internas (comunistas, liberales débiles), los fascistas transformaron la agresión en autodefensa, el terror en restauración del orden, y la brutalidad en heroísmo. Esta narrativa emocionalmente potente fue crucial para movilizar a las masas y permitirles consolidar el poder”.
No quiero concluir achacando el título de “facho” a la dupla Morales/Arce, pero sí dejar en claro que ese mecanismo los enriqueció políticamente. Llallagua nos abre los ojos. Pone las cosas en su lugar y nos arroja a la cara lo que debimos saber desde hace mucho tiempo: la violencia “legítima” de 2003 ya no existe. Evo se pinta de cuerpo entero inhibido de impedir la promoción de su producto estrella, la violencia celestial, y aparece preñado de la violencia desalmada de narcotráfico al que supo apañar magistralmente.
Finalmente.
Diego Ayo es PhD en ciencias políticas.