La burocracia en Bolivia, más allá de ser una molestia indignante, puede convertirse en una sentencia de muerte. El caso compartido recientemente por el concejal Mamen Saavedra —una mujer que consiguió un donante de riñón, pero no puede acceder a la cirugía por trabas administrativas— ilustra crudamente cómo el aparato público asfixia incluso los actos más humanos y desesperados del ciudadano.
Este fenómeno no es nuevo, pero sigue siendo escandaloso. La indiferencia de los empleados públicos ha generado una cultura institucional que elimina por completo la empatía y la vocación de servicio. Hace muchos años que la prioridad no es resolver, sino justificar la existencia del puesto y cuidar la pega. Donde debería haber humanidad, hay formularios; donde debería haber urgencia, hay filas; y donde debería haber soluciones, solo hay brazos cruzados, silencio y excusas.
Este desastre es la consecuencia directa de un aparato público enorme, lento y complejo; prácticamente inválido. Funcionarios incapaces e inamovibles, que no llegaron por mérito sino por levantar banderas, y que se aferran a su pega como botín de campaña, no tienen ningún incentivo para hacer bien su trabajo, ni mucho menos para cuidar nuestros recursos. A ellos no se los mide por cuántas vidas ayudan o cuántos trámites resuelven al día, sino por cuánto juntan para el jefe. En otras palabras: no son servidores públicos, son recaudadores de una red partidaria mafiosa que se alimenta del sufrimiento ajeno, mientras la gente común y decente muere haciendo fila.
Y el problema no termina en la ineficiencia; se pudre aún más con la corrupción. Prácticamente, todos los trámites importantes requieren “acelerar” el proceso con dinero bajo la mesa o contratar obligatoriamente a un “tramitador”, una figura tristemente normalizada en nuestra sociedad, que no es más que un amigo o pariente del burócrata de turno, otorgando un servicio terciarizado de corrupción, donde los más pobres son los más castigados.
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Pero hay salidas. En Estonia, el 99% de los servicios públicos son digitales, con tiempos bien definidos, trazabilidad completa y mínima interacción humana. Esto acelera procesos, reduce el gasto y elimina incentivos para robar. En Suecia o Singapur, se entregan vales para que los ciudadanos elijan dónde atenderse, promoviendo la competencia entre hospitales públicos y privados, y desinflando el aparato estatal.
Estamos tan acostumbrados a las filas eternas, a los tramitadores y a la ineficiencia pública que parece normal. Pero no deberíamos conformarnos con tan poco. Cambiar esto es muy fácil. Solo se necesita voluntad y una gestión honesta. Alguien que, en vez de robar, se interese de verdad por la ciudad, la digitalice, la transparente y la administre con sentido común y eficiencia. Santa Cruz es el municipio más grande del país y el que más impuestos recauda. Tenemos todo el potencial para ser una ciudad hermosa, moderna, ágil y digna.
En un país verdaderamente libre, la vida no puede depender de un sello. La urgencia humana no puede quedar atrapada entre escritorios polvorientos, torres de archivadores con copias de carnets y funcionarios incapaces. Porque cuando la burocracia mata, lo único urgente es reemplazar el sistema indiferente por uno que sirva, antes de que la próxima víctima del papeleo seas vos o alguien que amás.
Roberto Ortiz Ortiz