Johnny Nogales Viruez
Bloqueos, saqueos, vandalismo, rumores de ruptura constitucional. En medio de la escasez de carburantes, la pérdida del poder adquisitivo y el encarecimiento de los productos básicos, Bolivia atraviesa un momento crítico. El descontento popular es real, profundo y, sobre todo, justificado. Pero hay actores que, lejos de canalizarlo con responsabilidad, lo manipulan para buscar protagonismo, intentar forzar candidaturas ilegales, truncar el proceso electoral o incluso precipitar la caída del gobierno. Cuando faltan apenas unos meses para la culminación del periodo constitucional, cualquier intento de ruptura no solo es ilegítimo: es una amenaza directa contra la democracia y la estabilidad del país.
La ciudadanía no puede seguir rehén de un desgobierno que no asume su deber con seriedad, ni de agitadores que promueven el caos bajo el pretexto de una supuesta justicia popular. El gobierno tiene la obligación inmediata de actuar: garantizar el abastecimiento de bienes esenciales, frenar el despilfarro, suprimir lo superfluo, reducir el déficit y, en suma, adoptar medidas de austeridad acordes con la situación que enfrentan hoy las familias bolivianas. No puede continuar el dispendio frente al hambre que se extiende. La coyuntura exige decisiones inmediatas y eficaces.
En este clima enrarecido, el pasado domingo presenciamos un acto que se convirtió en un hito inusual. Tres candidatos presidenciales – Manfred Reyes Villa, Samuel Doria Medina y Jorge Tuto Quiroga – firmaron un documento que no apuntaba a sus campañas, sino al porvenir de la democracia. Fue un compromiso público para defender la legalidad, respetar el cronograma electoral, condenar la violencia y garantizar el derecho del pueblo a elegir. Quienes lo suscribieron no lo hicieron para quedar bien, sino para dejar constancia de que es posible colocar el interés nacional por encima del cálculo político.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Este jueves, ese compromiso será puesto a prueba.
El Tribunal Supremo Electoral ha convocado a una reunión entre candidatos y autoridades del Estado, como primer resultado institucional del pronunciamiento. La ocasión no es una cita más; tal vez sea la última. No se trata de gestos ni de buenas intenciones. Se espera que todos los puntos del compromiso se conviertan en decisiones operativas. Vale la pena recordarlos:
- Respeto al orden constitucional y a los mandatos legalmente adquiridos.
- Cumplimiento estricto del calendario electoral.
- Garantías para el ejercicio libre y pacífico del voto.
- Participación efectiva de todas las fuerzas políticas en el control del proceso.
- Rechazo a la violencia y a todo intento de ruptura institucional.
- Defensa de la estabilidad económica como condición para la gobernabilidad.
Se trata de que, tanto los candidatos como representantes de los órganos del Estado, los hagan suyos y se comprometan a cumplirlos.
Una decisión clave debe ser la garantía de participación plena de los delegados electorales en todas las mesas de votación. Allí donde se impida esa presencia – por coacción, manipulación o negligencia – el acto electoral deberá ser dejado sin efecto. No puede haber legalidad sin fiscalización, ni legitimidad sin control ciudadano.
El proceso también requiere transparencia técnica. Auditorías al padrón, revisión del sistema de transmisión de resultados y veeduría nacional e internacional con acceso real a todas las fases son condiciones básicas para recuperar la confianza pública. El Órgano Electoral debe abandonar el lenguaje técnico hermético y hablarle al país con claridad, precisando cómo se vota, qué garantías existen, qué hacer ante las irregularidades. El silencio institucional es combustible para la susceptibilidad.
Del mismo modo, debe condenarse de forma inequívoca todo intento de alterar la paz social, sabotear el proceso, torcer la voluntad soberana o amedrentar a los votantes. La democracia no se defiende con discursos, sino con actos firmes.
Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional deben ser exhortadas a cumplir, con serenidad y firmeza, su rol constitucional de preservar el orden, proteger a la población y garantizar el desarrollo pacífico de la vida nacional. No para intervenir en política, sino para impedir que la política sea secuestrada por la violencia.
Frente a la urgencia, la palabra empeñada debe transformarse en acción. Que nadie olvide que el país entero estará mirando este encuentro. No para escuchar declaraciones ni ver fotos posadas, sino para comprobar si existe voluntad de salvación o si, una vez más, se optará por la cobardía disfrazada de cálculo.
Es hora de pasar de las palabras a los hechos. Y de cumplir los compromisos, sin excusas.