En una época marcada por vínculos efímeros y relaciones cuantificadas, la filósofa Marina Garcés propone repensar la amistad como un espacio de extrañeza, transformación y resistencia política. ¿Cómo se configura hoy este vínculo humano tan esencial y al mismo tiempo tan esquivo?
Fuente: Ideas Textuales
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La amistad ha sido, desde los albores de la filosofía occidental, una de las grandes obsesiones del pensamiento. Pero también uno de sus grandes malentendidos. Aristóteles la idealizó como el lazo entre hombres virtuosos, autosuficientes, iguales entre sí y libres de necesidad. Desde entonces, cargamos con esa imagen noble pero excluyente, que ha servido más para regular la exclusión que para comprender la complejidad del lazo humano. Marina Garcés, en su libro La pasión de los extraños, abre una grieta en esa tradición al recordarnos que la amistad, lejos de ser un ideal puro, es un territorio de tensiones, dependencias, aventuras y transformaciones. No un contrato, no una institución, no un código cerrado, sino una práctica cultural viva, profundamente afectiva y política.
Desde la mirada antropológica, esta propuesta es una invitación a explorar la amistad no como categoría moral, sino como fenómeno cultural. Cada sociedad estructura de forma distinta las formas de vincularse, y en esa trama de afectos la amistad ocupa un lugar fluctuante, muchas veces no dicho, no normado, pero intensamente significativo. Garcés apunta justamente a ese carácter informal, no codificado, como su mayor potencia y, a la vez, su mayor fragilidad. A diferencia del parentesco o del matrimonio, relaciones altamente reguladas, la amistad es un vínculo que se inventa y reinventa en la experiencia misma. No se hereda ni se asigna. Se construye.
En el siglo XXI, sin embargo, esta construcción se da bajo condiciones históricas nuevas. La expansión de las redes sociales ha trastocado el sentido mismo de “tener amigos”. Facebook convirtió el concepto en una unidad de medición social; Instagram lo tornó en una vitrina de afectos escenificados. Pero ¿es lo mismo estar en contacto que estar vinculado? ¿Es posible hablar de intimidad en un contexto de exposición permanente? ¿A cuántos de esos “amigos” podríamos realmente llamar cuando estamos en peligro, o cuando simplemente nos sentimos solos?
Garcés alerta sobre esta confusión semántica, que es también una confusión existencial. La amistad no puede ser reducida a una lista de contactos, ni tampoco a un refugio emocional ante el colapso de otras formas de relación. Cuando se convierte en “spa emocional”, se desactiva su potencia transformadora. Porque el verdadero amigo no solo consuela, también incomoda, desafía, nos saca de la zona de confort. La amistad, entendida como práctica de la extrañeza, consiste en permitirnos ser con otros que no son como nosotros. En un tiempo donde el algoritmo filtra lo distinto y premia lo idéntico, abrir espacio a la alteridad es un acto subversivo.
Desde la antropología, esta apertura tiene ecos profundos. Las culturas tradicionales ya sabían que el vínculo con el otro es siempre un campo de aprendizaje. En muchas sociedades indígenas, por ejemplo, la figura del amigo no es necesariamente la del igual, sino la del aliado. No se trata de compartir gustos o valores, sino de sostener vínculos de reciprocidad con quienes son diferentes, incluso con antiguos enemigos. Garcés recoge esta idea cuando reivindica la amistad como una forma de vida común que no borra las diferencias, sino que las habita.
También resulta sugerente su lectura sobre la soledad. En vez de condenarla como patología, propone verla como condición previa para una amistad verdadera. Quien no sabe estar solo difícilmente podrá ser amigo, porque buscará en el otro solo consuelo, y no reciprocidad. La amistad, así entendida, no es una muleta ni una medicina. Es una forma de vivir acompañado en la incertidumbre, de caminar con otros sin saber del todo quiénes somos ni hacia dónde vamos.
En tiempos donde todo se vuelve mercancía, incluso los afectos, esta forma de amistad parece anacrónica. Pero tal vez sea precisamente por eso que hay que defenderla. No como ideal romántico, sino como práctica ética. Como posibilidad política. Como experiencia transformadora.
Porque, como dice Garcés, “solo se puede amar incondicionalmente a quien no será nunca nada tuyo”. Y en esa paradoja —tan ajena a los contratos, a las jerarquías, a las apps de gestión de vínculos— se cifra tal vez la radicalidad de la amistad en nuestro tiempo. Una radicalidad que no se deja programar, pero que puede cambiar la manera en que habitamos el mundo.
Por Mauricio Jaime Goio.