Mis padres se conocieron en el mirador Laykakota, en un tiempo en el que los jóvenes aymaras que se habían instalado en las villas de La Paz (incluido El Alto) frecuentaban ese lugar los sábados y domingos para enamorar. Mi madre, María Sofía Cruz Aduviri (quien me sostiene en la foto) nació en Catavi (provincia Lo Andes) y mi padre, Antonio Macusaya Apaza, en Puerto Acosta (provincia Camacho). Ella por entonces era “sirvienta” y él, zapatero. Formaron una familia y enfrentaron juntos los problemas que sufría la población de su mismo origen en los años 80 y 90. Hoy ya no están conmigo, pero siempre los tengo presentes por su dedicación y sacrificios.
Yo nací en El Alto y crecí haciendo juguetes con barro, con “basura” (latas, trozos de madera, tapa coronas, cajas de cartón, etc.). Viví la pobreza, como todo niño, sin tener conciencia de lo que era. En una ocasión, mientras se acercaba la noche y comía esforzándome, pero muy a gusto, un pan duro, vi a mi madre llorar. No entendía porque lo hacía y le ofrecí el pan que yo estaba comiendo. Me dijo: “comete vos, hijito”. Al pasar lo años comprendí lo que había sucedido: ella, mientras esperaba que mi padre llegara con algo de dinero, lloraba de impotencia al no poder dar comida a sus hijos.
Ese tipo de vivencias las había asumido, hasta los primeros años del siglo XXI, como mera experiencia individual. Empero, las masivas movilizaciones que se dieron entre 2000 y 2005 me empujaron a pensar que lo que había vivido no era solo una cuestión individual, sino que tenía sentido y “razón de ser” por procesos históricos. Era un tiempo en el que muchísimas personas que vivieron con cierta impotencia la pobreza y la discriminación pasaron a articularse políticamente, cuestionando el orden establecido y apelando a su origen social. Era un tiempo en el que Felipe Quispe hablaba “de presidente a presidente”, señalando así que los “indios” ya no estaban dispuestos a seguir siendo tratados como ciudadanos de segunda.
Quería entender lo que pasaba en el país y con ese “espíritu” participaba en movilizaciones y debates. Conocí el indianismo y me hice un militante activo principalmente desde la Plaza de Los Héroes, en pleno centro de la ciudad de La Paz. Compraba algunos libros de segunda mano, varios de ellos los leía más de dos veces porque no podía comprar otros. Lo importante era sacarles algún provecho para las discusiones a las que asistía.
En ese afán de querer entender lo que pasaba en el país, y ya cuando el MAS gobernaba por segunda vez, por inclinación política (no por interés académico), empecé a expresar de manera escrita lo que pensaba, concentrándome básicamente en la reconstrucción de la trayectoria indianista y en el cuestionamiento al pachamamismo, tratando de proyectar un replanteamiento de “lo indígena”. Me percaté de que mi crítica al gobierno gustaba mucho a algunos opositores. Les agradaba que un “indiecito” cuestione al MAS; pero no les interesaba el contenido de la crítica.
El 2019 me quedó claro que en la oposición al MAS hay un núcleo dispuesto a desciudadanizar a los “indios” con el pretexto de “defender la democracia”. Desde ahí se ha cultivado en el lenguaje político decir “masista” a todo lo que “huele a indio”. Hoy el país viene atravesando una situación muy delicada y tengo muy presente que en esas trincheras están trabajando para “sentar la mano a los igualados”. Nunca tendré ni buscaré un lugar ahí.
El panorama es complicado, pero tomé una decisión: voy a ser candidato suplente a senador por Alianza Popular, que postula a Andrónico Rodríguez a la presidencia. Desde luego, hay otras formas de tratar de incidir en lo que vaya a suceder en el país, pero yo tomé está opción, consciente de los riesgos. Junto a mí están personas que estimo mucho y con quienes hemos trabajado desde tiempo atrás. Estamos apostando por una reinvención política desde la “indiada”, articulándonos con otros sectores. Vamos a trabajar por esta opción y sabemos que podríamos fracasar en el intento; pero no podemos quedarnos sin intentarlo. El futuro se construye hoy.