Aunque el mundo logró un acuerdo histórico para salvar la capa de ozono, la lucha contra el cambio climático sigue empantanada entre intereses económicos y políticos. ¿Qué lecciones dejó aquella victoria ambiental y por qué, a pesar de saber lo que está en juego, seguimos sin actuar a tiempo?
Fuente: https://ideastextuales.com
En la década de los ochenta, la humanidad se enfrentó a una amenaza invisible, silenciosa: el adelgazamiento de la capa de ozono. Fue un problema que puso a prueba no sólo a la ciencia, sino a la capacidad de cooperación de las naciones y a nuestra propia concepción de supervivencia colectiva.
A 15 kilómetros sobre nosotros, la estratósfera alberga esa franja frágil de ozono que filtra los rayos ultravioleta y protege toda forma de vida del planeta. En su momento no sabíamos mucho de ella, ni nos preocupaba. Pero cuando en 1974 el mexicano Mario Molina y su colega Frank Sherwood Rowland advirtieron que ciertos químicos industriales, los famosos CFC, estaban destruyéndola, encendieron una alarma que pocos quisieron escuchar al principio. Nadie imaginaba que esos compuestos invisibles, encerrados en latas de aerosol, refrigeradores y aires acondicionados, eran capaces de perforar el escudo natural que nos protege del cáncer de piel, las cataratas y el colapso ecológico.
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En 1985, tres científicos británicos descubrieron que sobre la Antártida existía un agujero creciente en esa capa. El hallazgo fue tan contundente que obligó a gobiernos, empresas y organismos internacionales a dejar de lado intereses y rivalidades para actuar de forma coordinada. Así nació en 1987 el Protocolo de Montreal, el tratado ambiental más exitoso de la historia moderna, un acuerdo que literalmente salvó millones de vidas y mostró que la humanidad es capaz de corregir sus errores a tiempo. Hoy, el agujero de ozono se está cerrando. Para 2060, aseguran los expertos, habrá desaparecido casi por completo. Sin embargo, mientras celebramos ese triunfo, nos enfrentamos a otro desafío, infinitamente más grande y complejo: el cambio climático.
El Protocolo de Montreal no sólo redujo el uso de CFC hasta casi eliminarlos por completo, sino que incluyó mecanismos claros para que los países desarrollados ayudaran a los menos favorecidos a cumplir con los plazos de transición. Fue un tratado donde ciencia, política y economía trabajaron juntos hacia un mismo fin.
El motivo de ese éxito fue, en parte, técnico: los CFC eran fabricados por un puñado de empresas. Cambiar sus procesos implicaba costos, sí, pero no desmantelar la economía mundial. El cambio climático, en contraste, está cimentado en el uso masivo y global de combustibles fósiles. Petróleo, carbón y gas natural son la savia que alimenta nuestras ciudades, industrias y sistemas financieros. Modificar eso es tocar las fibras más sensibles del modelo económico que sostiene al mundo desde hace más de un siglo.
Mario Molina lo advirtió en vida. Combatir el cambio climático exige mucho más que voluntad científica. Requiere un replanteamiento del modelo económico, del consumo, de las prioridades políticas. Y ahí es donde la cooperación se rompe.
Los acuerdos como Kioto (1997) y París (2015) han demostrado ser insuficientes. A pesar de las cumbres, los discursos y las promesas, las emisiones de CO₂ siguen aumentando. Gobiernos como los de Estados Unidos, Brasil, Arabia Saudita o China han bloqueado reportes, presionado para suavizar diagnósticos y, en algunos casos, retirado su apoyo a tratados fundamentales. El poder económico de las industrias fósiles sigue siendo una barrera infranqueable para alcanzar consensos reales.
El agujero de ozono nos dejó una lección crucial. Cuando las amenazas son claras y la solución es viable, la humanidad puede cambiar de rumbo. Pero el cambio climático es distinto. No es un agujero en el cielo, sino un proceso lento y difuso que afecta a todos de formas desiguales. Además, sus causas están entretejidas con nuestra forma de vivir: transporte, alimentación, industria, vivienda. Cambiar eso no es sólo una cuestión técnica, es cultural.
El cambio climático ha sido secuestrado por intereses políticos y económicos. No se trata sólo de ciencia, sino de poder. Y donde hay poder, hay resistencia. Sectores enteros han invertido décadas y millones para sembrar dudas, desprestigiar científicos y retrasar cualquier acción significativa.
El contraste entre el caso del ozono y el clima también revela una diferencia de percepción del riesgo. El cáncer de piel es tangible, inmediato, personal. El calentamiento global es difuso, estadístico, lejano. Pero lo que está en juego es mucho más grave, la estabilidad misma de los ecosistemas que nos sostienen.
Hoy, mientras algunos líderes posan para la foto junto a activistas como Greta Thunberg, las emisiones siguen creciendo. Cada año es más caluroso que el anterior. Los desastres climáticos se multiplican. Y, sin embargo, las soluciones están sobre la mesa: energías renovables, transporte limpio, reforestación, dietas sostenibles. No faltan las respuestas, falta la voluntad.
El éxito del Protocolo de Montreal es prueba de que la cooperación global es posible. Pero también es un recordatorio brutal de lo que implica dejar que los intereses particulares dominen sobre el bien común. Si algo aprendimos de la capa de ozono es que ningún país puede aislarse del daño ambiental. El clima es aún más global, más ineludible, más urgente.
La pregunta es si seremos capaces de actuar a tiempo, no por miedo a un agujero en el cielo, sino por el futuro mismo del planeta. Si pudimos hacerlo una vez, podríamos hacerlo de nuevo. Pero hay que tener claro, ante tantas reuniones y debates, que la naturaleza no espera.
Por Mauricio Jaime Goio.