¡De valientes y libres la unión!


 

 



 

Tradiciones y Leyendas Paceñas:

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Corría el año de 1799 en la pequeña Chuquiago Marka. No muy lejos de Plaza de Armas, en el barrio Supay-calle (Calle Santa Cruz, Churubamba), se encontraba el hogar de una familia de comerciantes que había tenido a la divina providencia de su parte y acumularon una fortuna digna de considerarse. Don Pancho Alquiza y doña Ursula Molina, habían dedicado la mayor parte de sus vidas a trabajar con denuedo, escamoteando tiempo y atención al pequeño “Uchicho”, único hijo de la pareja, que había crecido con exceso de mimos y engreído, tanto por los sirvientes de la casa como por tíos y familiares que lo habían apodado: Canuto, Pepe o Uchicho.

Uchicho había crecido sin responsabilidades, dedicándose a malgastar el dinero de los padres en fiestas y alcohol, provocando escándalos que no pasaban desapercibidas en una sociedad conservadora como la de la época. Según cuenta la leyenda, cierto día el joven Uchicho organizó una fiesta en casa de sus padres que duró tres días y tres noches, despilfarrando bebida y comida con la que se dio de comer y beber en abundancia a cuanto parroquiano conocido o por conocer pasaba por la casa y aprovechaba para disfrutar el festín pagado con el esfuerzo y sacrificio de los padres de aquel hijo ingrato.

Cansados de esta situación, Pancho y Úrsula decidieron poner freno a los excesos de su hijo, interviniendo en la bacanal que se había montado. Uchicho que no estaba acostumbrado a que se le diga nada, reaccionó de mala manera y bajo los efectos del alcohol pegó una patada a una de las mesas que fue a parar a la cabeza de Petrilla, una de las sirvientas que lo había visto crecer. Doña Úrsula en su intento por calmar al descontrolado joven, recibió un fuerte revés en el rostro. Vanos fueron los intentos de Pancho, que al igual que sus antecesores recibió un puntapié que lo hizo aterrizar de bruces.

La afrenta moral retumbó hasta en la cima del Illinani. El rumor del viento se encargó de dar a conocer la acción del “avocastro”, apodo con el que la población paceña bautizó al muchacho luego de cometer semejante abominación. Golpear a sus padres, faltarles el respeto, eran los actos que rápidamente fueron sometidos a condena social, además que la sociedad tampoco le tenía mucha simpatía, por lo que fueron implacables con él, llegando a solicitarle al obispo la excomunión, acto que fue realizado por el prelado sin pensarlo mucho.

Uchicho no tuvo otra alternativa que cargar con el peso de su consciencia y un atronador arrepentimiento que taladraba su cabeza. Un muchacho al que jamás se le había enseñado a disculparse ni mucho menos a reconocer la consecuencia de sus actos, enfrentaba por primera vez los sentimientos de culpa y vergüenza por haber transgredido el cuarto mandamiento de Dios. Finalmente, sus emociones lo vencieron, tras varias semanas sin comer ni beber, sumado a una depresión galopante, el muchacho sucumbió ante las garras de la muerte.

El cuerpo del avocastro fue trasladado hasta Caoiconi, en la periferia misma de la ciudad, donde recibiría cristiana sepultura. Se procedió con el acto religioso gracias a la conmiseración de los creyentes, familiares y amistades de sus padres, enterrándolo en una fosa bajo tierra, como rezaban las costumbres de la iglesia. Para asombro de los pobladores, días más tarde, un par de peregrinos que pasaban por el lugar vieron que las manos del difunto se hallaban fuera de la sepultura.

Cubiertas nuevamente, quince días hubieron de pasar para que una vez más las manos de aquella alma en pena se volcaran por fuera del sepulcro, sin explicación alguna. La población estaba estupefacta y un profundo temor comenzaba a crecer pensando que el fantasma de Uchicho cobraría venganza de todos aquellos que lo habían juzgado. Pero nada de eso sucedería.

La “awicha” del lugar se acercó a la familia y les aseguró que el espíritu cargaba una pena muy grande y pesada que no lo permitía trascender. Aquel hijo mimado, engendrado con amor, seguramente, no tuvo el coraje de mostrar arrepentimiento luego de agredir a sus padres, aunque, también llevaba una herida en el alma, porque él jamás se había negado a recibir un castigo por ese y otros actos que había cometido desde muy pequeño. Esperaba recibir de sus padres un castigo que pueda corregirlo y apartarlo de cometer actos ruines y miserables, aquellos actos que alejan a las personas del camino del bien.

Era cierto, sus padres no se habían ocupado de verlo crecer, delegando aquella responsabilidad en terceras personas, lo que condujo finalmente a sufrir una tragedia. La anciana mujer les entregó unas varillas trenzadas hechas con cuero de animal llamados: “quimsacharani”, con las cuales pidió que castiguen y condenen el deplorable acto cometido por su joven hijo. Les pidió, también, que puedan disculparse, explicándole que si trabajaban sin descanso era por su bien, aunque no entendieron que el mayor bien de un hijo es poder pasar tiempo junto a sus padres.

El obispo decidió levantar la excomunión, los padres castigaron aquellas manos “non sanctas”, entre lágrimas de profundo dolor, pidieron perdón a su hijo, para enterrarlas una vez más, mientras que, la población “paceña” perdonó y entendió un importante mensaje: “Cotidianamente, olvidamos que nuestra familia es un tesoro fantástico que construimos con nuestras propias manos, sólo requiere de un tiempo de calidad que entregamos desde el corazón”

El trabajo es importante, sí, lo es, pero también es importante la sonrisa, el abrazo, las palabras y el contacto directo entre padres e hijos, abuelos, hermanos, ese es el verdadero legado que quedará en nuestra historia de vida. El dinero llega, las cosas materiales vienen y van, pero los momentos en familia son irrepetibles, únicos, memorables.

Miles de risas compartidas, sueños que ayudamos a construir, fotografías que guardamos en la mente, evocándolas en cada latido. Recordar es vivir, por eso mismo debemos decir que el tiempo no se robe ni una sola ocasión de perpetuar recuerdos, puesto que esos retratos no se compran, no se venden, únicamente se disfrutan hasta el último día de vida.

Con esos recuerdos memorables albergo en mi corazón a la ínclita ciudad de Nuestra Señora de La Paz, “cuna de valientes y tumba de tiranos”, a la que deseo expresarle mi agradecimiento eterno y mi compromiso de seguir trabajando para hacer de ella el lugar que mis pequeños hijos elijan para vivir, el sitio donde puedan construir sus sueños, perpetuar sus recuerdos y forjar –cada uno a su manera– su vida, como decidí hacerlo yo en algún momento de mi vida.

¡De valientes y libres la unión! En tus 216 años de gesta libertaria, felicidades La Paz.