El cinismo nace como una actitud escéptica ante las dobleces humanas. Contrario a su uso contemporáneo, asociado al descaro o la desvergüenza. En su origen fue una conjura contra la parodia social dominante. En la antigua Grecia, los cínicos constituían una escuela filosófica fundada por discípulos de Sócrates, como Antístenes y Diógenes de Sinope. Fueron los francotiradores morales de Atenas. Cuestionaban la hipocresía de la aristocracia y los excesos de la polis decadente. Con su lámpara encendida “buscando al hombre” a plena luz del día, Diógenes desenmascaraba el fingimiento social.
Este cinismo antiguo era una propuesta estética y ética. Estética, porque a través de la provocación hacían crítica radical y militante del orden establecido; y ética, porque abogaban por una vida congruente, opuesta a la simulación y la falsía. Buscaba la verdad en la naturaleza humana, sin dobleces ni sumisiones. Fue, quizás, la última propuesta filosófica que se atrevió a reconocer abiertamente los límites de nuestra condición humana sin maquillar la realidad.
De sus cenizas surge el estoicismo, inspirado en Platón y desarrollado en Roma por Séneca y Marco Aurelio. Esta corriente dominará el pensamiento moral de la Edad Media y será radicalizada en la era victoriana. En este largo periodo, el cinismo pierde su filo crítico y pasa a convertirse en una categoría para juzgar las conductas humanas, ya no es crítica del sistema, sino reflejo de la desfachatez de la época. Bajo la influencia del puritanismo religioso, la moral pública impuso valores como el decoro, la castidad, la sobriedad y la formalidad, ocultando bajo su alfombra una doble moral escandalosa.
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A partir de entonces, el cinismo cambia de significado. La RAE lo define como: “actitud o expresión que refleja desvergüenza en la mentira o en la defensa de acciones o doctrinas vituperables”. Se transforma así en un síntoma de la decadencia, no en su antídoto.
En el pensamiento contemporáneo Peter Sloterdijk y Slavoj Zisek redefinen este nuevo cinismo como una forma de resignación colectiva. Lo llaman “cinismo ilustrado” o pseudoconsciencia. Las personas ya no son ingenuas, saben que el sistema es injusto, saben que los políticos mienten, que las instituciones están corrompidas, pero todos aceptan esa condición como natural, casi inevitable. Nadie quiere problemas. La tolerancia se ha convertido en un signo de desesperanza generalizada.
La mayoría trabaja, vota, ríe y aplaude en medio del naufragio. Las clases medias, ante la amenaza urbana, ceden el espacio público y se encierran en urbanizaciones. Los gremios de comerciantes y transportistas se apropian de las calles y conviven con la informalidad y delincuencia, mientras la “ciudadanía” se esconde tras muros y guardias. La educación es precaria, pero se mantiene como negocio rentable, donde profesores con pobre formación ni vocación hacen lo que pueden. En los hogares, aun sabiendo que las pantallas están dañando la mente de los niños, no hay más opción que entregarles dispositivos para mantenerlos ocupados y ausentes del mundo real que los amenaza.
“Gran parte de la sociedad lidia con la frustración y la depresión, pero mantiene su capacidad de trabajar, pase lo que pase”, escribe Sloterdijk. Es la sonrisa del colaborador ante una realidad insoportable.
¿Qué ha cambiado, entonces? Hemos transitado de un cinismo activo, crítico y ético, a un cinismo de mansedumbre consiente. Ya no combate la injusticia, la tolera con sarcasmo. Vamos como ovejas al matadero. Miles de bolivianos y latinoamericanos cruzan fronteras renunciando a sus derechos e identidad, a cambio de unos dólares más, huyendo ante el absurdo y la ignominiosa desesperanza que la política les ofrece a una realidad que no les pertenece, para mandar remesas a sus dependientes. Y aun así, no olvidan de votar por políticos de dudosa capacidad meritocratica, cediéndoles su representación para que hablen y decidan por su futuro.
En redes sociales se ironiza sobre la corrupción, se vuelve comedia la denuncia, se transforma la rabia en memes sin memoria. El cinismo moderno se expresa en Bolivia como desconfianza electoral, más del 35% de la ciudadanía duda o no cree en ningún candidato. Pero esa abstención no es protesta, es desesperanza, resignación, ausencia de certidumbre.
Este tipo de cinismo nos adormece y nos atomiza. Nos convierte en espectadores aislados y solitarios del teatro político. Se vuelve la forma incómoda de soportar lo inadmisible y luchar por el metro cuadrado donde habitamos y nos sentimos seguros. La colectividad como proyecto común es el botín de los facinerosos donde estos toman para si el bien todos.
El desafío contemporáneo es reactivar el cinismo original, el que desnudaba la farsa. No el que se ríe del dictador, sino el que lo desenmascara. Un cinismo ético que no renuncie a la verdad ni a la indignación. Porque el miedo a la revuelta es una forma de sumisión disfrazada de paz. Y esa paz, muchas veces, es el cementerio de la esperanza.