Como los ídolos antiguos, los dispositivos electrónicos no sólo nos prometen eficiencia: nos prometen sentido. Este artículo propone una lectura antropológica del gadget como nuevo tótem de las sociedades tecnológicas, donde lo mágico y lo funcional conviven bajo una pantalla táctil.
Fuente: Ideas Textuales
En el vagón de metro, en la fila del café, en el baño o en la cama, millones de personas rinden culto a los gadgets, objetos electrónicos de los que rara vez se separan. Los miran como quien consulta un oráculo, los tocan como quien acaricia una reliquia sagrada. No estamos exagerando. Si alguna vez el tótem fue el símbolo de cohesión de una comunidad, el gadget —teléfono, reloj inteligente, auricular, tablet— toma la posta, convirtiéndose en el emblema sagrado portátil de las sociedades modernas.
No hay rito diario que no pase por una interfaz. El día se nos pasa revisando notificaciones, como si fueran presagios. Lo interesante no radica en cómo usamos estos objetos, sino lo que representan para nosotros. Una promesa de control, una extensión del yo, un salvoconducto a ser parte de algo.
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Karl Marx hablaba del fetichismo de la mercancía, esa cualidad mística que los objetos adquieren bajo el capitalismo. Pero el gadget va más allá. No es sólo un producto deseado, sino un amuleto funcional y simbólico. Tiene aura. Tiene marca. Tiene rituales de iniciación (el unboxing), ritos de paso (la actualización) y templos donde se lo venera (las Apple Stores). Tiene, incluso, tabúes: ¿quién no ha sentido el pánico de quedarse sin batería o de palpar el bolsillo y notar que dejamos el celular en casa?
Los dispositivos digitales se insertan en nuestras vidas con un poder casi chamánico. No curan enfermedades, pero traen apps a toda medida. No prometen inmortalidad, pero cuentan nuestros pasos, nuestras horas de sueño, nuestros latidos. Como en las religiones antiguas depositamos la fe en lo intangible: en los datos, en la nube, en el algoritmo que nos conoce mejor que nosotros mismos.
A través del gadget somos trabajadores, amantes, influencers, músicos frustrados, corredores amateurs. No es solo una herramienta, es un escenario que, en muchos casos, termina definiendo nuestra identidad. El fondo de pantalla, las apps que usamos, el filtro que elegimos en una selfie; todo habla de nosotros, incluso más de lo que creemos o deseamos. Incluso nos ordena el tiempo. En lugar del gallo, la notificación. En lugar del calendario agrícola, el calendario de Google. En lugar del silencio, el zumbido incesante de los dispositivos que nos recuerdan que estamos vivos porque alguien nos escribió, reaccionó, comentó o compartió.
Lo más inquietante del culto al gadget es que, en nuestra relación con él, aparentamos laicismo. Nadie dice que reza ante su teléfono. Y, sin embargo, lo consultamos con más fe que a cualquier dios. Le confiamos secretos, le pedimos respuestas, esperamos que nos diga por dónde ir. Lo acariciamos. Lo cuidamos. Lo reemplazamos con culpa o con entusiasmo, como quien abandona una fe para abrazar otra.
En este nuevo orden simbólico, la trascendencia ha sido reemplazada por la conectividad. Estar en línea es estar en el mundo. Estar desconectado es casi una forma de muerte social. Y aunque parezca que lo controlamos, muchas veces somos nosotros los controlados. No porque un poder externo nos obligue, sino porque la lógica del consumo y la pertenencia nos ha enseñado que sin gadget no hay identidad posible.
Seguramente el futuro nos depare más gadgets. Lo interesante será preguntarnos qué tipo de relaciones estamos construyendo con ellos. ¿Instrumentales? ¿Simbólicas? ¿Devocionales? Como los antropólogos del pasado que observaban los altares domésticos, hoy podríamos mirar las mesas de noche del mundo moderno: un teléfono, unos auriculares, una lámpara inteligente.
La tecnología no ha matado lo hierático: lo ha reconfigurado. Y nosotros, que creíamos haber dejado atrás nuestra dependencia de los objetos sagrados, resulta que seguimos aferrados a ellos. Solo que ahora, en lugar de madera tallada, son de aluminio, vidrio y silicio.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales