Estamos a las puertas de una elección crucial para el destino colectivo. Cada gesto, cada declaración, cada respaldo cuenta. Y también cada error. La decisión del empresario Marcelo Claure de apoyar la candidatura de Samuel Doria Medina ha desatado una furiosa reacción en ciertos sectores que, más que discrepar con altura, han optado por el camino fácil de la descalificación. Se repiten acusaciones, brulotes, juicios morales, mentiras y medias verdades, como si el objetivo fuera aniquilar al otro antes que derrotar al verdadero adversario.
Lo que no se está entendiendo – y urge comprender – es que ningún demócrata sobra en esta hora crítica. El enemigo no es Claure, ni Samuel, ni Tuto, ni ninguno de los que han decidido dar la batalla desde el campo institucional. El enemigo común sigue siendo ese aparato de poder que, durante dos décadas, dilapidó las mejores oportunidades del país, saqueó los recursos públicos, manipuló la justicia, degradó la convivencia democrática y nos condujo, paso a paso, hacia una de las crisis multisectoriales más graves de nuestra historia republicana.
No hay justificación alguna para el fanatismo que ciega, ni para las campañas de difamación que, desde el anonimato o por interpósitos mercenarios, recurren a métodos vedados por la moral con tal de destruir reputaciones y sembrar sospechas. Esa forma de contienda no solo es miserable: es suicida. Porque debilita al conjunto del campo democrático, deslegitima a sus principales actores y entrega argumentos gratuitos al adversario. Le estamos dando armas al verdadero enemigo, ese que deberíamos estar enfrentando con unidad y firmeza.
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Detener este desvarío exige, como mínimo, cordura. Pero pareciera que la corrupción no solo ha dejado una estela de pobreza y desconfianza: también ha contaminado el sentido común, ha degradado el debate público y ha diseminado la estupidez como si fuera una forma de identidad nacional. Ya no se discuten ideas; se disparan prejuicios. Ya no se construyen acuerdos; se levantan trincheras dentro del mismo bando. Y así, sin darnos cuenta, contribuimos a la fragmentación del único bloque capaz de impedir que el populismo saqueador se imponga otra vez, ya sea por el caos o por el atajo de la primera vuelta.
No se trata de aplaudir a ciegas a ningún candidato. Se trata de tener la sensatez necesaria para entender que esta no es una elección cualquiera. Que ni Samuel ni Tuto podrán vencer el inmenso desafío en solitario. Que ambos serán necesarios no solo para impedir el retorno del autoritarismo, sino para conformar una alianza de gobierno sólida, capaz de resistir los embates de una crisis social latente, adoptar las medidas dolorosas que la reconstrucción exige y devolverle al país la esperanza en un destino mejor.
En lugar de dinamitar los puentes, deberíamos reforzarlos. En lugar de injuriarnos dentro del campo democrático, deberíamos ser artífices y promotores de la unidad que hoy es más necesaria que nunca. Porque lo que está en juego no es el ego de un candidato, ni el prestigio de un empresario: es el futuro de Bolivia.
Recordemos que el peligro no está en pensar distinto.
El verdadero peligro – el más letal – está en no pensar.
Y si no somos capaces de pensar con lucidez, con decencia, con honestidad y con patriotismo, entonces merecemos que el socialismo divisionista y depredador nos gobierne… veinte años más.