El sarampión volvió, y la improvisación educativa también


 

En Bolivia, una enfermedad que creíamos superada, el sarampión, ha regresado con un rostro inquietante. Como un zombi invisible, ha comenzado a cobrar víctimas entre niñas, niños y jóvenes, obligando a las autoridades a considerar nuevamente el cierre de escuelas y el retorno a las clases virtuales. Esta medida, que en principio podría parecer una solución preventiva, se presenta más bien como un obstáculo en el ya frágil proceso de aprendizaje de miles de estudiantes. La gran pregunta es: ¿estamos realmente preparados para afrontar la virtualidad educativa con garantías mínimas de calidad y equidad?



La respuesta, a la luz de los datos y experiencias recientes, es preocupante. A pesar de los avances en infraestructura y conectividad en los últimos años, Bolivia sigue arrastrando las mismas deficiencias estructurales que la pandemia evidenció de forma brutal. Aquella virtualidad de emergencia no dejó un sistema fortalecido, sino apenas cicatrices mal cerradas. Hoy, una nueva contingencia sanitaria vuelve a poner a prueba al país, y todo indica que hemos aprendido muy poco.

Si bien las velocidades de internet en los centros urbanos son actualmente suficientes para clases en línea de alta calidad (con velocidades fijas de 33 a 37 Mbps de descarga), la cobertura real a nivel nacional dista mucho de ser equitativa. La brecha entre el área urbana y la rural es aún abismal: mientras un 78 % de hogares urbanos cuenta con acceso a internet, solo el 38 % de los rurales tiene la misma posibilidad. En otras palabras, dos de cada tres estudiantes del campo continúan excluidos de cualquier modalidad virtual funcional.

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Más aún, la conectividad no es solo un tema de cobertura. El precio de una conexión fija en Bolivia representa entre el 8 y el 10 % del salario mínimo, es decir, cuatro veces por encima de lo recomendado por la Unión Internacional de Telecomunicaciones. En las zonas rurales, donde las alternativas se reducen a conexiones satelitales con alta latencia y planes de datos limitados, la virtualidad se convierte en una promesa hueca. Estamos, por tanto, ante un modelo que reproduce y profundiza desigualdades, en lugar de corregirlas.

La situación se agrava al revisar el tipo de dispositivos disponibles para los estudiantes. Durante la pandemia, el teléfono móvil fue el recurso principal en la mayoría de los hogares, lo cual, lejos de ser una solución, impuso serias limitaciones pedagógicas. La carencia de pantallas grandes, cámaras de calidad y teclados adecuados afectó profundamente la experiencia educativa. En 2024, menos de un tercio de los hogares bolivianos dispone de una computadora, y la entrega estatal de dispositivos ha sido simbólica frente a una matrícula escolar que supera los 2,9 millones.

A nivel docente, el panorama tampoco es alentador. Si bien casi 100 000 profesores participaron en programas de formación para plataformas virtuales entre 2020 y 2021, múltiples evaluaciones y testimonios sindicales indican que la capacitación fue desigual y, en muchos casos, insuficiente. Gran parte del cuerpo docente volvió a las aulas sin una transformación significativa en sus prácticas pedagógicas. La educación virtual se limitó, en muchos casos, a trasladar la clase expositiva a una videollamada, sin aprovechamiento real de las herramientas digitales para la interacción, la evaluación formativa o el aprendizaje colaborativo.

No debe sorprender, entonces, que las tasas de abandono y rezago académico se hayan mantenido altas durante el periodo de virtualidad. Sin un diseño instruccional claro, sin un enfoque pedagógico centrado en el estudiante y sin una estrategia multicanal realista, la modalidad virtual fracasó en gran parte del territorio. Y sin embargo, hoy, frente a la amenaza del sarampión, se plantea volver a esa misma fórmula como si nada hubiera pasado.

Es momento de reconocer que la virtualidad no es, por sí sola, una solución. Requiere condiciones técnicas, económicas, pedagógicas y humanas. Bolivia necesita con urgencia una política educativa integral que incluya:

  • Acceso gratuito a plataformas oficiales mediante acuerdos con proveedores de internet.
  • Subsidios reales para conectar a comunidades rurales con fibra o radioenlaces de alta capacidad.
  • Un programa nacional de dotación de dispositivos robustos, con contenidos precargados y soporte técnico local.
  • Redes de mentoría docente que acompañen y fortalezcan las competencias digitales desde la práctica.
  • Un enfoque multicanal que combine clases sincrónicas, recursos asincrónicos y medios tradicionales como la radio y la televisión, alineados con el Decreto Supremo 4260.

No se trata solo de prepararnos para una posible emergencia, sino de construir un sistema resiliente que garantice el derecho a la educación en cualquier circunstancia. El país no puede permitirse volver a improvisar. En 2020 se justificaba la reacción caótica; en 2025 sería inaceptable.

Resulta especialmente revelador e inquietante que, hasta la fecha, ningún candidato presidencial se haya pronunciado de manera clara y concreta sobre la situación de la educación virtual en Bolivia. En un país donde más del 30 % de los estudiantes sigue en riesgo de exclusión digital, el silencio de la clase política no solo es una omisión, sino una muestra del desinterés estructural hacia uno de los pilares del desarrollo. La educación, y en particular su modalidad virtual, no puede seguir siendo un tema secundario o postergado. Aun si el sarampión se controla, las brechas que evidenció la pandemia seguirán abiertas, y la próxima gestión de gobierno tendrá que enfrentarlas con visión, planificación y compromiso. No es un lujo electoral; es una deuda histórica con millones de niñas, niños y jóvenes que no pueden esperar a la próxima crisis para ser escuchados.

Por Misael Poper