La relación oscilante entre Elon Musk y Donald Trump no solo ilustra un juego de poder político, sino que revela una psicología del liderazgo influenciada por la cultura pop, el narcisismo digital y la fantasía tecnolibertaria. Desde una perspectiva cultural y psicológica, este artículo explora el “síndrome de Tony Stark” como un fenómeno emergente en la construcción del poder contemporáneo.
Fuente: https://ideastextuales.com
En las antiguas sociedades chamánicas, el líder tenía que ser un visionario. Alguien que conectaba el mundo visible con el invisible, mediador entre fuerzas opuestas. Hoy, en plena era digital, esa figura ha sido sustituida por el emprendedor de perfil mesiánico, que mezcla la ciencia con la provocación, el cálculo con la teatralidad. Elon Musk es su versión más acabada. Su relación pendular con Donald Trump no debe leerse únicamente en clave política, sino como un síntoma de algo más profundo. Una nueva forma de liderazgo que combina delirio de grandeza, narrativa tecnológica y seducción colectiva.
Este fenómeno podríamos explicarlo como una transformación del jefe tribal en la figura del superhéroe empresarial. Musk, con su retórica de colonizar Marte, conectar cerebros a chips y liberar la palabra en plataformas propias, no se percibe simplemente como un CEO, sino como un salvador que opera fuera de los márgenes tradicionales del poder. La comparación constante con Tony Stark, el superhéroe de Marvel, no es casual. El propio Musk ha alimentado esa imagen, actuando como un personaje de historietas que ha cobrado vida.
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La fascinación de Musk por el poder no es vertical ni institucional, como la de Trump, sino fluida, performativa, escénica. Por eso sus aproximaciones al presidente responden más a una necesidad de control de narrativa que a una coincidencia ideológica. Cuando se acercó a Trump en 2016, lo hizo como quien entra en el tablero político para tantear sus fichas. Cuando se alejó tras la retirada del Acuerdo de París, fue para mantener su identidad moral ante una audiencia global. Su acercamiento al poder político buscan posicionarlo como el nuevo arquitecto de un orden cultural que desafía al progresismo institucionalizado. Planta bandera en una derecha digital que mezcla libertarismo, conspiración y culto al genio.
¿Pero qué pasa por la cabeza de Elon Musk? Desde una lectura psicológica, se trata de un tipo de personalidad narcisista profundamente adaptada al ecosistema mediático contemporáneo. El narcisismo de Musk no es patológico en el sentido clínico, sino funcional en el sentido mitológico: necesita construir constantemente una epopeya en la que él sea el héroe. Para lograrlo, recurre a enemigos (el Estado, la corrección política, los medios tradicionales) y aliados circunstanciales (como Trump) que le permitan mantener su papel central en el relato.
Esta forma de liderazgo se alinea con lo que podríamos llamar el síndrome de Tony Stark. Un impulso individualista que rechaza el control externo, cree en la redención tecnológica y se siente llamado a salvar el mundo desde una torre de cristal. Pero también es una expresión de una ansiedad más amplia, colectiva. Responde a una sociedad que ha perdido confianza en las instituciones, que busca mesías en los creadores de startups, y que se entrega con fervor religioso a la promesa de que la inteligencia (sobre todo la artificial) podrá resolver lo que la política ya no puede.
Musk no quiere ser Trump, pero lo necesita como contraste, como antagonista simbólico, como parte del relato. En esa tensión entre el ingeniero redentor y el político apocalíptico se está modelando una nueva mitología del poder, una en la que el liderazgo se mide más por la viralidad de un tuit que por la solidez de una idea.
Desde el análisis, no se trata simplemente de diagnosticar a Musk, sino de entender el imaginario que lo sostiene. Ese imaginario, un extraño híbrido de ciencia, espectáculo y neoliberalismo emocional, nos habla de un mundo que ha sustituido al sabio por el tecnólogo, al guía espiritual por el programador, al líder colectivo por el individuo genial. Es un espejo que nos devuelve una imagen difusa. Para algunos la de un profeta, para otros la de un payaso.
Por Mauricio Jaime Goio.