En mi vida laboral comprendí que, cuando se emprende un proyecto, este debe evaluarse en tres momentos fundamentales: el inicio, el desarrollo intermedio y la medición final de su impacto. Esta lógica, que puede aplicarse a la ejecución de políticas públicas, a planes empresariales o a cualquier tarea compleja, resulta especialmente útil en el análisis de campañas electorales. En los procesos democráticos, medir el inicio es relativamente fácil: las primeras encuestas revelan si una candidatura nació con fuerza o sin tracción. La evaluación final, claro, se define con los votos. Pero es el momento intermedio (el que atraviesa una campaña en su fase decisiva, cuando quedan menos de veinte días para la elección) el que exige un análisis más cualitativo y estratégico.
En ese punto medio, lo que realmente define la competitividad de los candidatos no es sólo su intención de voto en las encuestas, sino su capacidad de evitar errores. En una contienda reñida, donde las simpatías están repartidas y hay un alto porcentaje de indecisos, no necesariamente gana quien emociona más, sino quien se equivoca menos. Y, en este 2025, la elección presidencial boliviana se ajusta con precisión a ese patrón.
Con ese marco en mente, propongo una evaluación de medio término que no mida sólo la popularidad de los candidatos, sino su disciplina estratégica, claridad de mensaje, manejo de crisis, y capacidad para sostener una narrativa sin fisuras. Porque si algo está claro es que, en esta elección tan competida, el margen de error es mínimo y los fallos tienen un alto costo electoral. Hoy, más que nunca, es una carrera en la que los autogoles duelen más que los goles.
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Un repaso de las campañas presidenciales muestra que 2025 ha sido un año marcado por divisiones, improvisaciones y guerras intestinas. Ni siquiera los partidos con mayor tradición han logrado mostrar cohesión interna. Lo hemos visto en el oficialismo, donde el Movimiento al Socialismo (MAS) enfrenta su crisis más profunda, con al menos tres candidaturas que se disputan la herencia del poder. Lo hemos visto también en la oposición, que fracasó nuevamente en consolidar un frente único. Pero en medio de ese paisaje fracturado, destaca una campaña que ha cometido sorprendentemente pocos errores visibles, y esa es la de Samuel Doria Medina.
Este empresario y político, que ha sido candidato en varias ocasiones, parece haber aprendido de sus tropiezos pasados. En 2025 ha optado por una estrategia de bajo riesgo: mensaje simple, disciplina férrea y respuestas calculadas. Su eslogan de campaña (“100 días, carajo”), lejos de ser un arrebato retórico, se ha convertido en un eje comunicacional coherente que articula su propuesta de emergencia económica, su perfil de gestor y su promesa de cambio sin caos.
Mientras tanto, sus principales rivales han tropezado con piedras autoimpuestas. Jorge “Tuto” Quiroga, por ejemplo, se presentó como el político más experimentado, pero dividió el voto opositor al insistir en postular por su cuenta, después de rechazar una candidatura única. Su campaña, si bien activa, ha sido empañada por errores de juicio: la elección de un vice sin experiencia política (llamativo y novedoso), un portavoz que lanzó acusaciones infundadas contra Doria Medina, y una retórica recargada de referencias históricas que no siempre conectan con el presente del votante común.
Más atrás, el joven senador Andrónico Rodríguez, que prometía ser el rostro renovador de la izquierda, terminó siendo víctima (silenciosa) de la batalla entre Evo Morales y Luis Arce. En lugar de consolidar una candidatura sólida, quedó atrapado entre fuegos cruzados, sin respaldo real y con un discurso que no logró despegar (que denomino como la campaña del silencio). Su falta de asistencia en debates, su escasa claridad al expresarse y su incapacidad para responder a los ataques internos del MAS, lo han dejado debilitado y con una imagen de liderazgo en construcción que no convenció ni a su base natural.
A veces, los errores de campaña no se ven en titulares ni se escuchan en debates. Están en los silencios, en las omisiones, en las decisiones que no se toman. En ese sentido, el oficialismo ha cometido los errores más graves de esta contienda, no tanto por lo que ha hecho, sino por lo que ha dejado de hacer. El presidente Arce se retiró de la carrera demasiado tarde como para generar unidad; Evo Morales, impedido de postular, decidió boicotear el proceso desde dentro; y el candidato oficial, Eduardo del Castillo, carece de presencia política y arrastra el desgaste de una gestión económica impopular. El MAS, otrora invencible, se ha disparado tres veces al pie: fragmentación, improvisación y falta de mensaje renovador.
Y luego está Manfred Reyes Villa, figura histórica de la derecha boliviana, quien decidió competir nuevamente sin alianzas fuertes ni propuestas diferenciadoras. En lugar de posicionarse como una tercera vía real, ha centrado su discurso en denunciar encuestas y repetir promesas vagas. Para colmo, una operación de guerra sucia en redes sociales, que incluía noticias falsas y anuncios pagos en su favor, ha sido atribuida a personas de su entorno. El efecto ha sido inverso: perdió credibilidad y legitimidad en un terreno donde ya comenzaba débil.
Volviendo al caso de Doria Medina, lo que marca la diferencia no es una campaña espectacular ni una conexión carismática con las masas. Es, más bien, la disciplina de no cometer errores evitables. Ha asistido a todos los debates, ha respondido con claridad a preguntas difíciles, ha evitado confrontaciones innecesarias y ha construido una narrativa centrada en la economía que resuena con las principales preocupaciones ciudadanas. Cuando lo atacaron con fake news, no reaccionó con rabia, sino con documentos y hechos. Cuando lo acusaron de comprar encuestas, defendió la transparencia del proceso sin caer en insultos. No ha prometido milagros, pero tampoco ha tenido que retractarse de nada.
Ese tipo de campaña, la que parece poco espectacular, pero consistente, suele pasar desapercibida en los análisis apasionados, pero puede ser la que más convence al votante indeciso. Y ese votante es clave: hoy, al menos un 30 % del electorado boliviano aún no ha decidido a quién apoyar. En ese terreno volátil, los errores se pagan con votos.
Por lo que, si hoy hiciéramos una evaluación de medio término de las campañas, no bastaría con mirar los porcentajes de intención de voto. Habría que mirar con lupa los pasos en falso, las decisiones torpes, las promesas insensatas, los mensajes confusos y los silencios cómplices. Habría que medir, en definitiva, los errores acumulados.
Y en ese conteo, Samuel Doria Medina lleva la delantera no necesariamente por lo que ha prometido, sino por lo que no ha hecho mal. En una campaña marcada por fracturas, contradicciones y exabruptos, él ha ofrecido lo que más escasea: profesionalismo, claridad y serenidad.
Si en política también aplica la máxima futbolera de que “el partido lo gana, quien no se equivoca”, entonces no es improbable que esta elección la defina precisamente eso: quién supo mantener la calma cuando todos los demás estaban perdiéndola.
Por Misael Poper