El MAS no solo nos deja un país en ruinas, sino también nos deja traumas o los profundiza. Cicatrices que para un ojo no entrenado no se perciben, pero que pesan y mucho. No están en la Constitución aprobada a puertas cerradas, ni en los pueblos fantasmas que inventaron para robar. Están en el imaginario, en el discurso político, en los análisis de salón y en la forma en la que, hoy, se piensa (o se evita pensar) la política en Bolivia.
Dos traumas destacan. Uno tiene que ver con ese mito fundacional y persistente que arrastramos desde la Colonia: el mito de la riqueza natural como redención nacional. El otro, más reciente, pero igual de tóxico, está asociado a la idea de que gobernar es tener mayoría absoluta, que sin dos tercios no hay democracia posible. Veamos.
El mito de los recursos naturales o el trauma de la silla de oro
En Bolivia, seguimos creyendo que somos pobres por accidente. Que debajo de nuestros pies hay oro, litio, gas o tierras raras esperando a salvarnos. Que el problema no es el modelo económico, ni los políticos de turno, sino que alguien —siempre otro— nos está robando. Ese mito, que ya fue descrito por Guillermo Francovich, H.C.F. Mansilla, y que modestamene tuve la oportunidad de trabajarlo para artículo académico publicado en Alemania, no es nuevo. Viene desde los tiempos del Dorado, reencarnado en la frase tristemente célebre: “un pobre sentado en una silla de oro”.
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Y como todo mito útil, no ha sido patrimonio exclusivo de un partido. Fue instrumentalizado por todos. Por el MAS, por Mesa, por Rocha. Sí, Manuel Rocha, ese diplomático estadounidense que actuaba como agente cubano en Bolivia. Ese que juraba estar en contra de Evo Morales, pero que con su famosa frase sobre Evo y la embajada fue parte de una operación geopolítica perfectamente orquestada. ¿El objetivo? Derrocar a Goni, instalar a Carlos Mesa como presidente de transición y abrirle el camino al “salvador de los recursos naturales”. Todo a nombre del gas, por supuesto.
Ese mismo guion se vuelve a reciclar hoy. Los actores son los mismos, aunque con arrugas nuevas. Se instala una narrativa contra Marcelo Claure y Samuel Doria Medina, en la que el litio vuelve a ser la excusa perfecta. El enemigo es, otra vez, “el imperialismo”. El pueblo, otra vez, el dueño legítimo del recurso. ¿Y el nuevo Evo? ¿Dónde está el próximo ungido por la inteligencia cubana? Al parecer, ya lo están esculpiendo en algún taller de TikTok y nacionalismo.
Gobernabilidad o el trauma del autoritarismo parlamentario
El segundo trauma es más reciente, pero no menos grave. Tiene que ver con cómo entendemos hoy la palabra “gobernabilidad”. Muchos políticos y opinadores profesionales siguen atrapados en categorías de los años 90. Hablan de “mayoría parlamentaria” como si fuese una condición divina para ejercer el gobierno. Se olvidan de que la política es por definición el arte del diálogo, la negociación, el conflicto y el acuerdo. Pero no. El MAS logró instalar la idea de que sin dos tercios no se puede hacer nada. Y peor aún, que tener dos tercios es lo normal.
Esa es quizás una de las peores herencias del régimen autoritario del MAS. Han hecho creer que sin una aplanadora legislativa, no hay futuro posible. Que cualquier gobierno que no controle el Parlamento está destinado al fracaso. Y así, incluso los opositores terminan deseando una concentración de poder, soñando con su propio totalitarismo de derecha o de centro.
¿Y los analistas? Algunos siguen hablando de gobernabilidad como si fuera un fetiche. Como si la democracia se tratara de controlar todo, todo el tiempo. Como si los desacuerdos fueran un obstáculo, cuando en realidad son el corazón del juego democrático. Se ha naturalizado la política de las mayorías absolutas, y en ese proceso, la oclocracia —el gobierno del tumulto disfrazado de pueblo soberano— se ha convertido en la forma más pura de gobernar para algunos intelectualoides de ocasión.
No es casual que estemos como estamos. La política boliviana carga con mitos que son útiles para el poder, pero nocivos para la democracia. El mito de la riqueza natural como salvación nos impide ver que el problema no es que nos roben el oro, sino que seguimos creyendo que el oro nos va a salvar. Y el mito de que gobernar es sinónimo de aplastar al otro con dos tercios ha vuelto disfuncional a toda la clase política.
Ambos traumas operan como jaulas mentales. Nos impiden imaginar un país donde los recursos naturales sean solo eso —recursos, no dioses salvadores—, y donde la política se haga entre diferentes, no entre obedientes.
El MAS se va, pero sus fantasmas siguen ahí. Y lo más irónico es que muchos que dicen combatirlo, lo imitan.