En una época marcada por la incertidumbre, el pasado se ha convertido en refugio emocional, materia prima cultural y algoritmo rentable. ¿Qué revela esta obsesión con lo retro sobre nuestra dificultad para imaginar el futuro?

La nostalgia opera como un delicado ritual de evocación. Nos transporta, sin pedir permiso, a los territorios difusos de la niñez y la juventud, donde el tiempo parecía no tener apremio y el futuro aún no se perfilaba con su peso de exigencias. En esos recuerdos, no se trata sólo de los hechos, sino de la atmósfera que los envolvía: el olor de una casa antigua, la textura del verano en la piel, el sonido de una risa. Hay que tener muy claro que la nostalgia no reproduce el pasado tal cual fue, sino que es en una suerte de refugio emocional, un montaje de lo que recordamos haber sentido cuando la vida parecía transcurrir sin condiciones. Es en esa evocación que se conjura una forma de libertad, la de vivir sin pensar en el después.

Particularmente en la juventud, esa franja que transcurre entre el juego despreocupado y la adultez que se anuncia, la nostalgia se vuelve más punzante, casi melancólica. Recordarla es recuperar una época en la que las responsabilidades aún no marcaban el pulso de los días y las decisiones no pesaban como destinos. Se trataba de habitar el presente con una intensidad casi sagrada, como si cada experiencia fuera única e irrepetible. La nostalgia, en este sentido, no es solo memoria. Es rebeldía frente al cálculo constante del mundo adulto, una forma de decirnos que alguna vez fuimos otros y que aún llevamos dentro la posibilidad de mirar sin temor, de vivir sin anticipar, de ser sin deber.



Es así como en las vitrinas del presente, el pasado se vende como pan caliente. Desde los discos de vinilo hasta las series ambientadas en los años ochenta, pasando por campañas publicitarias que apelan a nuestra infancia, la nostalgia se ha transformado en una industria global. Lo que antes era una emoción íntima y hasta un poco vergonzosa, hoy se mercantiliza como identidad y se consume como anhelo. En medio de un mundo cada vez más incierto, recordar se ha vuelto una forma de supervivencia emocional y, como no, de lucro.

Vivimos bajo el régimen de la apropiación, atrapados en una «nostalgia cultural» que no remite al pasado real, sino a versiones estilizadas y despolitizadas de él. No es que revivamos los años ochenta, los consumimos como un espectáculo sin amenaza nuclear. Ni los años setenta, los reeditamos sin dictaduras. La industria ha aprendido que no hay inversión más segura que nuestro propio deseo de regresar a un lugar que, en realidad, nunca existió tal como lo recordamos.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Las plataformas digitales han llevado esta tendencia al extremo. Facebook nos recuerda cumpleaños de hace una década, Spotify nos entrega playlists de “nuestros mejores años”, YouTube nos devuelve las caricaturas con las que crecimos. En este nuevo ecosistema, el algoritmo no solo selecciona música o imágenes, edita nuestra memoria. El pasado que vale la pena recordar es el que genera clics, permanencia, monetización.

La nostalgia adquiere una dimensión ambigua. Por un lado, hay un anhelo legítimo de recuperar prácticas culturales desplazadas por la modernidad, desde formas de sociabilidad hasta expresiones artísticas. Por otro, existe el riesgo de banalizar la memoria, de convertir en estética lo que debería ser ética. No se puede consumir la historia como si fueran películas de Hollywood. La memoria implica responsabilidad. Y la nostalgia, si quiere ser fértil, debe asumir sus contradicciones.

Quizás lo verdaderamente radical hoy sea mirar atrás desde una memoria lúcida, no empaquetada. Entendiendo que el pasado, bien comprendido, debe ser una brújula, no un refugio. Que ninguna sociedad se sostiene eternamente sobre un pasado contado a medias. Y ningún futuro puede construirse solo con filtros sepia.

Por Mauricio Jaime Goio.