Subvención al diésel: ganancia privada, costo público


 

Pocas políticas públicas han logrado instalarse con tanta persistencia y a la vez generar tantos efectos perversos como la subvención generalizada al diésel en Bolivia. Lo que alguna vez se justificó como un mecanismo de estabilización económica se ha transformado en una camisa de fuerza para la productividad, la justicia económica y el abastecimiento interno. Hoy, el país paga el precio de una distorsión prolongada que beneficia a los grandes operadores y castiga al consumidor común.



Durante casi dos décadas, Bolivia mantuvo los precios internos del diésel artificialmente bajos, financiados primero por una bonanza gasífera que ya es historia y, más recientemente, por un esquema insostenible de deuda, restricciones cambiarias y escasez. Mientras tanto, el Estado asumió un rol que nunca le correspondió: garantizar el consumo de energía barata a todos los sectores por igual, sin exigir eficiencia ni corresponsabilidad.

Desde abril de 2023, con la caída dramática de las reservas internacionales —que llegaron a bordear los Bs 2.000 millones—, el modelo colapsó. El país enfrenta un suministro errático de diésel, largas filas en surtidores y una inflación sostenida en los alimentos. Entre mayo y junio de 2025, Bolivia vivió los picos inflacionarios más altos en cuatro décadas. ¿La causa? Una combinación explosiva de escasez de combustible, especulación cambiaria, desorganización logística y una política energética estructuralmente desalineada con la realidad económica.

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Es aquí donde el subsidio revela su peor rostro. En vez de corregir fallas de mercado, ha creado una economía paralela, dependiente del Estado, donde los precios no reflejan costos reales y los incentivos productivos están distorsionados. Cientos de camiones esperan durante días para cargar combustible barato, en lugar de distribuir productos. ¿El resultado? Mercados vacíos, productos importados más caros y una ciudadanía frustrada.

El caso del aceite de girasol ilustra esta perversión. En mayo y junio, escaseó en el país, a pesar de que las procesadoras reportaban haber producido miles de toneladas. El aceite que sí apareció en las góndolas era argentino, a precios de entre Bs 105 y Bs 120 por 5 litros. ¿Dónde quedó el aceite nacional? Todo indica que fue desviado a mercados externos, donde los precios no están distorsionados. Legal o ilegalmente, el producto siguió la lógica del beneficio privado, no del abastecimiento interno.

No se trata de culpar al empresario por hacer lo que cualquier actor racional haría en un entorno capitalista: maximizar sus ganancias. Se trata de cuestionar un sistema público que permite e incluso estimula este tipo de comportamientos al mantener subsidios indiscriminados sin exigir nada a cambio. ¿Qué sentido tiene subvencionar el diésel a una empresa que luego vende sus productos en el extranjero, obteniendo precios internacionales y dejando al mercado local desabastecido?

La contradicción es brutal: el Estado financia los insumos energéticos con dinero de todos los bolivianos, pero no impone ninguna obligación de abastecer el mercado interno o respetar precios razonables. Mientras el consumidor nacional paga por alimentos a precios internacionales, el productor agroexportador se beneficia del tipo de cambio paralelo, de insumos baratos y de un sistema aduanero débil que facilita la evasión. Privatizan la ganancia y socializan el costo. El Estado, en lugar de corregir la distorsión, la institucionaliza.

El problema, más allá de lo técnico, es ideológico. Desde 2006, Bolivia apostó por la nacionalización de los hidrocarburos, la centralización de la cadena energética en una YPFB cada vez más ineficiente y el congelamiento del tipo de cambio como otro subsidio encubierto. Estas decisiones no fortalecieron la economía nacional; la hicieron más dependiente, más opaca y más vulnerable. La estatalización eliminó la competencia, redujo la eficiencia y generó espacios fértiles para la corrupción. Y cuando en 2010 se intentó una reforma, conocida como el “gasolinazo”, el Gobierno dio marcha atrás ante la presión social, consolidando un modelo de subsidios eternos.

 

Hoy, la factura ha llegado. Bolivia no puede importar suficiente diésel, no tiene divisas para sostener el ritmo de consumo y enfrenta un deterioro estructural en su balanza comercial. Las agroexportadoras y las mineras, sectores supuestamente más dinámicos y competitivos, solo sobreviven gracias al diésel barato. En otras palabras, no son empresas viables por sí solas: son estructuras parasitarias del presupuesto nacional. Si no pueden competir pagando el costo real de los insumos, no son parte de la solución, sino del problema.

La política de subsidios requiere una reforma profunda y gradual, enfocada en ser temporal, inteligente y dirigida únicamente a quienes realmente la necesitan, evitando beneficiar a grandes conglomerados que exportan sin compromiso local. Un subsidio bien diseñado fomenta el desarrollo y la inclusión, mientras que uno mal aplicado perpetúa el rentismo y la ineficiencia. Además, eliminar estas distorsiones contribuirá a mejorar el abastecimiento interno y a frenar el contrabando, que actualmente mueve alimentos subvencionados fuera del país.

La pregunta ya no es si la subvención al diésel debe mantenerse. La pregunta es a quién beneficia, a costa de quién, y por cuánto tiempo más Bolivia puede sostener una economía donde la ganancia es privada, pero los costos son colectivos. La justicia económica comienza por ajustar estas reglas, por romper el ciclo de privilegios y asumir que una economía viable no puede basarse en el autoengaño permanente.

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales

Investigador y analista socioeconómico