Más allá de las guillotinas y los gritos de libertad, la Revolución Francesa instauró una nueva gramática simbólica para entender el poder, el ciudadano y la historia. Su herencia cultural aún palpita en nuestras democracias modernas, nuestras calles y nuestras luchas.
Fuente: Ideas Textuales
Por Mauricio Jaime Goio
A lo largo de los siglos, la historia de la humanidad ha seguido un curso muchas veces sinuoso, errático, impredecible. Sin embargo, existen ciertos momentos —hechos puntuales, incluso breves en duración— que actúan como bisagras. Separan un antes y un después, redefinen el orden existente y empujan a las sociedades hacia rumbos inéditos. Estos eventos no solo modifican estructuras políticas o territoriales, sino que transforman la sensibilidad colectiva, las ideas de progreso y los imaginarios culturales.
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Este carácter bisagra no depende únicamente de la magnitud del evento, sino de su capacidad de abrir posibilidades insospechadas y clausurar otras. Y funcionan también como espejos. Al revelar qué tan frágil era el equilibrio anterior y cuán aceleradamente puede mutar el presente. Son momentos donde lo impensado irrumpe, donde las fuerzas acumuladas durante décadas estallan y reorganizan el tablero. No siempre se viven como tales en el instante en que ocurren. A veces es el juicio del tiempo el que las consagra. Pero su marca perdura. Son las cicatrices y los relámpagos de la historia: breves, decisivos, irreversibles.
Tal es el caso de la Toma de la Bastilla, que marca el inicio de la revolución francesa. El 14 de julio de 1789 una muchedumbre tomó por asalto la prisión medieval convertida en emblema del absolutismo. Fue el inicio de la consagración simbólica de un nuevo paradigma en la cultura occidental, que desplazaba al absolutismo y encumbraba nuevos ideales que cambiaron la cultura occidental. En un solo día, la historia cambió de piel.
La Revolución Francesa no fue solo un episodio nacional, fue el laboratorio en que se incubó de la modernidad, cuyas ideas siguen siendo invocadas —y discutidas— cada vez que alguien en cualquier rincón del mundo reclama libertad o justicia. La historia moderna se construye a partir de los ecos de aquel grito profundamente humanista que movilizo el espíritu de los revolucionarios: libertad, igualdad, fraternidad.
Occidente aún camina sobre los escombros y las promesas de la Bastilla. Y no solo en términos institucionales —constituciones, repúblicas, derechos civiles— sino en un plano más profundo y duradero. El de los símbolos, las palabras y los rituales que le dan sentido a la vida social.
En el corazón de la Revolución late una figura nueva, la del ciudadano. El individuo que ya no obedece por tradición o por cuna, sino que participa, decide, delibera. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no fue solo un texto jurídico, fue un acto de fe en un nuevo tipo de sociedad. En adelante, todo hombre libre sería, al menos en el plano ideal, sujeto de derechos inalienables, portador de dignidad cívica, miembro activo del cuerpo político. La cultura occidental absorbió esa figura con fuerza. La política dejó de ser un asunto de élites y se convirtió en espectáculo, en disputa, en emoción colectiva. Le dio sentido a la historia como una marcha hacia la emancipación.
Hoy, cuando marchamos por derechos, cuando cantamos himnos en estadios o quemamos muñecos de políticos en protestas, estamos recurriendo a un imaginario que nació en esta revolución. No por nada las banderas tricolores se convirtieron en emblemas globales de libertad, y la marsellesa resuena como grito de combate en causas disímiles.
A 236 años de su inicio cabe preguntarse qué tan viva sigue la Revolución Francesa. Como proyecto político, definitivamente no. Pero sí como un horizonte cultural. Es inevitable que, en cada debate sobre la república, en cada discusión sobre la laicidad, en cada protesta que exige igualdad ante la ley, ese espíritu se cuele. Cómo una brújula que marca el derrotero que durante más de dos siglos ha marcado la vida de una buena parte de la humanidad.
Por Mauricio Jaime Goio.