Una vez más, apostando todo a la pala


 

Bolivia ha tenido mucha suerte. Y eso es un problema.
Los países que nacen sin nada —sin petróleo, sin minerales, sin sal mágica— no tienen opción: deben inventar, trabajar, comerciar y crear. Bolivia, en cambio, ha tenido el lujo de la pereza. Cada vez que la historia exigía construir un modelo productivo, apareció un recurso natural para patear la urgencia hacia la posteridad.
El problema no es el litio. El problema es creer que el litio nos va a salvar. Ya lo creímos con la goma. Después con el estaño y otros minerales. Luego con el gas. Siempre hay una promesa nueva que viene “a cambiarlo todo”. Pero lo único que cambia es el discurso: la infraestructura sigue igual, la educación estancada, y los empresarios que quieren producir y generar valor siguen tropezando con un Estado que los ve más como terroristas que como aliados.
Cada ciclo viene con la misma receta: prometer, extraer, despilfarrar y culpar a alguien más.
Mientras el mundo diseña chips, avanza en la inteligencia artificial, exporta software, edita genes y hasta coloniza el espacio, nosotros seguimos debatiendo cómo y a qué potencia venderle nuestra salmuera. ¿Industrialización? ¿Inversión? ¿Educación? No, gracias. Mejor vendamos en bruto. Más rápido, menos esfuerzo y mucho dinero bajo la mesa.
Lo más triste no es que sigamos atrapados en este modelo. Lo más triste es que nos gusta. Nos reconforta. El extractivismo es nuestra zona de confort. Nos exime de pensar, de innovar, de competir. No exige mérito, sólo suerte geográfica.
Santa Cruz podría estar alimentando al mundo. Exportando biocombustibles, muebles de diseño y un sinfín de productos de altísimo valor agregado que generen empleo y grandes márgenes. Pero no. Exportamos materia prima: toneladas de árboles, soya a granel y carne congelada, como si fuera una gran hazaña.
Nos hemos enamorado de nuestra miseria. La pobreza nos da relato, nos da causa, y muchas veces hasta una excusa para justificar la mediocridad. Nos gusta sentirnos ricos sin hacer el trabajo de los ricos. Preferimos el contrato fácil a la transformación difícil.
Otros países —Corea del Sur, Singapur, Israel, Estonia— no tuvieron ese privilegio engañoso. No tenían nada que cavar, así que cavaron hacia adentro: al conocimiento, a la tecnología, a la institucionalidad. Inventaron su riqueza. Bolivia, en cambio, la heredó… y la malgastó.
El recurso que nunca explotamos no es el litio. Es el talento. Es la creatividad de nuestros jóvenes, la ambición de nuestros empresarios, la resiliencia de nuestros productores. Los enterramos bajo capas de burocracia, controles de precios, contrabando y discursos estatistas que siguen vendiendo humo desde el siglo pasado. La verdadera riqueza no está en lo que el país extrae, sino en lo que transforma.
Nuestro recurso más abundante es la fantasía del atajo. La idea de que una firma, un decreto, una planta milagrosa o una empresa estatal redentora va a sacarnos del pozo. Cuando en realidad, el pozo es mental.
Los países que no tenían nada lo apostaron todo al cerebro. Nosotros lo apostamos todo a la pala. Y ahí estamos. Cavando. Siempre cavando. Usualmente hacia abajo, casi nunca hacia adelante.
El verdadero milagro económico no vendrá del subsuelo. Vendrá cuando dejemos de esperar el próximo boom de precios. El recurso salvador no es un pozo. Es una idea. Y esa sí que escasea.
Roberto Ortiz