La ciudadanía soportó estoica los efectos de la crisis, confiando en que las elecciones ofrecieran una salida democrática. Sin embargo, no sólo se desechó la reclamada convergencia; la confrontación y los recursos arteros ahondaron el distanciamiento entre las fuerzas políticas.
La elección reciente no resolvió nada; abrió la puerta a una pugna aún más enconada que la campaña concluida. El balotaje se perfila como un campo minado de ataques personales, propaganda tóxica y discursos ideológicos que dividen, cuando el país necesita convergencia y sensatez. Si la historia enseña algo, es que la división suicida siempre abre el camino del retroceso. Esta vez no podemos repetir los errores del pasado.
Un dato agrava este panorama. El voto nulo y la dispersión del antiguo oficialismo suman alrededor de un tercio del electorado; que quedó fuera de la representación parlamentaria, pero está latente y con incentivos claros para reorganizarse, boicotear y conspirar. Polarizar el balotaje entre derecha e izquierda sería un error. Si los finalistas se enredan en descalificaciones y cálculos mezquinos, ese bloque hoy desplazado hallará en el resentimiento su bandera común. La gobernabilidad del Parlamento será difícil; pero la del país se pinta aún más compleja si ese caudal se convierte en fuerza extraparlamentaria radical.
Por eso es indispensable que los candidatos asuman un compromiso público de responsabilidad electoral. Bolivia no puede soportar otra campaña dominada por la guerra sucia, la difamación y la desinformación en redes sociales. Ese veneno sólo alimenta el resentimiento y convierte al adversario en enemigo irreconciliable. Lo que corresponde es confrontar con ideas, no con insultos; criticar con propuestas, no con calumnias. Ese pacto de responsabilidad elevaría el debate y enviaría un mensaje de madurez a una ciudadanía hastiada de la bajeza electoral.
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La convocatoria presidencial a sus dos posibles sucesores no parece un gesto de apertura, sino un intento de endilgarles responsabilidades. Lo que corresponde a los candidatos es asistir a esa convocatoria o enviar a sus delegados del área económica, para exigir de fuente directa datos que deberían ser públicos y siguen ocultos, como las reservas reales del Banco Central y los detalles del manejo fiscal. Nada permite suponer que un gobierno que no supo operar la economía en casi veinte años – porque el cajero fue siempre el mismo – vaya a rectificar ahora. Pero no deben inmiscuirse en el manejo económico, pues eso los haría corresponsables del descalabro.
De la misma manera, urge concertar una agenda mínima de transición. La economía no esperará al balotaje ni a la toma de posesión. La escasez de divisas, el desabastecimiento de combustibles y la incertidumbre sobre el presupuesto amenazan con desbordarse en cualquier momento. Sería una magnífica señal que los dos finalistas pongan a trabajar a sus equipos en una agenda conjunta de medidas impostergables que, gane quien gane, resultará indispensable ejecutar en el próximo gobierno.
La fiscalización del gobierno saliente y la concertación de esa agenda mínima darían a la población la certeza de que la crisis no se agravará por inacción o complicidad.
Paralelamente, debiera conformarse un bloque parlamentario responsable, que sume a todas las fuerzas políticas que deseen conjurar la crisis. La próxima Asamblea será decisiva para cualquier reforma o recuperación económica. Si los sectores democráticos llegan divididos, quedarán reducidos a la inoperancia. En cambio, si logran articular una bancada cohesionada sobre una agenda común, podrán garantizar gobernabilidad al nuevo Ejecutivo y blindar al país contra cualquier tentación autoritaria. La política práctica tiene que sumar fuerzas más allá de resentimientos y cálculos mezquinos, colocando el futuro de Bolivia por encima de las querellas personales.
La confrontación puede ser inevitable, pero no debe convertirse en instrumento de la ruina. Lo que está en juego no es la suerte de un partido, sino la viabilidad del país entero. La verdadera grandeza de los liderazgos no se mide por la astucia con que destruyen al adversario, sino en la capacidad de construir acuerdos que garanticen la sobrevivencia de la nación.
La historia no admite ingenuidades. Ya conocemos el precio de la división: en 2020, las torpezas y fanatismos permitieron que volvieran al poder quienes estaban en franca retirada. No podemos tropezar con la misma piedra. Hoy tenemos la posibilidad de impedir que esa historia se repita. Depende de nosotros exigir madurez, responsabilidad, desprendimiento y sentido de país.
El porvenir no se salvará con nuevos caudillos, con mesías, con insultos ni con cálculos mezquinos. Solo con grandeza y visión compartida podremos transformar esta encrucijada en una oportunidad de reconstrucción.
No unamos fuerzas para destruirnos; juntemos nuestras manos para salvar a la patria.