Bicentenario sin república


En 1825, Bolivia nació con una promesa audaz: construir una república donde el pueblo fuera soberano, la ley imperara sobre el privilegio y el poder respondiera al bien común. Doscientos años después, esa promesa yace traicionada.

Celebramos un bicentenario sin República. Lo que predomina es la simulación, el desencanto, la pobreza, la división, el enfrentamiento y la captura del Estado por caudillos que se perpetúan gracias al clientelismo, la manipulación judicial y el miedo. El Estado se ha vuelto botín, la justicia una servidumbre, la política una comedia con demasiados impostores y la ciudadanía un espectador desmoralizado.



Nuestra historia comenzó bajo la sombra de un padre simbólico – Simón Bolívar – que nunca creyó en nuestro porvenir. El nombre del nuevo Estado fue un subterfugio político: un ardid elegante para vencer su resistencia moral y ganarse su bendición simbólica. Bolívar, desconcertado, terminó aceptando el homenaje, pero declinó la presidencia vitalicia. Así nació la República de Bolívar, hoy Bolivia: de una jugada diplomática para vencer el escepticismo. Pero ese consentimiento forzado dejó una huella indeleble: el Libertador no creía en el futuro de la nación que lo invocaba. Y esa duda inaugural dice mucho sobre las grietas fundacionales de nuestra historia.

Poco después, la tragedia se encarnó en el destino del mariscal Antonio José de Sucre, arquitecto militar de nuestra independencia, asesinado no por realistas, sino por sus propios compatriotas. Aquella bala que mató al héroe de Ayacucho selló el sino trágico de un país que ha premiado con poder a los más arteros, no a los más virtuosos. Así empezó la República: sin ciudadanía, sin instituciones, con una élite de campanario y una traición fundacional que prefiguró nuestra larga cadena de fracasos.

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Desde entonces, la república ha sido más ideal que realidad. Cada intento por edificar un Estado de derecho fue saboteado por la ambición, la codicia, la ineptitud o la improvisación. El liberalismo original fue devorado por el caudillismo. El poder dejó de ser servicio para convertirse en trofeo. La ley fue reemplazada por la voluntad del más fuerte y la soberanía popular por la obediencia clientelar.

La Revolución Nacional de 1952 abrió un horizonte de transformación. Se instauró el voto universal, se nacionalizaron recursos; el campesinado y las mujeres irrumpieron como actores políticos. Pero esa revolución también sucumbió a sus propios excesos. El partido que la impulsó degeneró en aparato hegemónico. Los sindicatos se volvieron corifeos del poder. Y lo que nació como emancipación terminó convertido en régimen autoritario, sin equilibrio de poderes ni institucionalidad republicana.

En 1985, el Dr. Víctor Paz Estenssoro volvió para desmontar parte de lo que él mismo había construido. Arropado por el Pacto por la Democracia, suscrito con el general Hugo Banzer Suárez, emprendió la titánica tarea. Con realismo político, enfrentó la crisis con reformas, no con discursos. Fue un acto de madurez institucional que permitió una transición silenciosa hacia la economía de mercado y la responsabilidad fiscal. Transformó el país por segunda vez.

Pero los partidos políticos que heredaron esa estabilidad desfiguraron la democracia. Pactaban en privado mientras se denostaban en público. Repartieron el Estado como botín y con ello abonaron el terreno para la antipolítica.

Fue en ese contexto que emergió Evo Morales, fabricado como el “nuevo” del sistema: indígena, plebeyo, honrado, incorruptible. Prometía refundar el país desde abajo. Pero la ilusión pronto se reveló como fraude. El MAS impuso un régimen de control total, colonizó la justicia, despreció el equilibrio de poderes, convirtió el Estado en maquinaria de propaganda y represión, y dilapidó la mayor cantidad de dinero que jamás tuvo la nación. Cuando el pueblo le dijo “No” en 2016, Morales decidió desconocerlo, traicionando la voluntad popular con un fallo vergonzoso. Su delfín, puesto en el gobierno, resultó un dogmático sin visión que culminó la obra depredadora y nos condujo a una crisis sistémica cuyos efectos tienden a agravarse sin horizonte ni liderazgo legítimo.

Hoy, a las puertas del bicentenario, nos preguntamos: ¿celebrar qué? ¿La impunidad elevada a sistema, la degradación de la política, la justicia servil, la educación reducida a adoctrinamiento, la implosión moral? ¿O una economía sostenida por el gas que se agota, el endeudamiento irresponsable, el contrabando rampante y el narcotráfico tolerado?

Bolivia no se nos muere… la estamos asesinando.

El bicentenario no puede ser una efeméride vacía. Debería ser un punto de inflexión: una toma de conciencia lúcida y colectiva del fracaso histórico y una convocatoria a empezar de nuevo. No desde el poder, sino desde el ciudadano. Porque sin ciudadanía ilustrada y activa, no hay república posible. Sin límites al poder, sin división real de poderes, sin Estado de derecho y sin justicia independiente, no hay libertad ni democracia. Solo farsa.

La República no se hereda: se construye. Y sólo la edifican quienes asumen la libertad como responsabilidad, la política como servicio, el compromiso como acción y la verdad como deber.

Esa es la tarea que nos espera. O la asumimos con coraje —desde abajo, desde la conciencia ciudadana— o seguiremos atrapados en el eterno retorno de nuestras miserias. Que el bicentenario, en lugar de una celebración hueca, se convierta en el primer acto de una refundación moral y republicana.