¿Bolivia rumbo a convertirse en un Estado fallido?


Hablar de un Estado fallido suena “exagerado” para algunos. Parece un término reservado para países en guerra o en ruinas totales, como Yemen, Haití o Somalia. Pero la ciencia política es más precisa que el sentido común. Un Estado comienza a fallar cuando ya no puede garantizar las funciones básicas que le dan sentido: el control territorial, el monopolio de la fuerza, la administración de justicia, la provisión de servicios, la estabilidad económica y la legitimidad política. Y si se hace ese inventario con honestidad, Bolivia no está lejos de marcar todas las casillas.

Comencemos por lo más visible: el territorio. El Estado boliviano ha dejado de ejercer soberanía plena sobre varias zonas del país. El Trópico de Cochabamba no es solo una región cocalera: es un territorio donde el Estado boliviano hace tiempo dejó de mandar. Allí, las federaciones sindicales tienen más poder que cualquier ministerio, y los uniformes oficiales entran solo si hay permiso. Es el único lugar del país donde un expresidente convoca concentraciones para bloquear carreteras, impone vetos políticos y dispone el paso o bloqueo de autoridades, como si gobernara desde un feudo propio. La presencia estatal es casi ceremonial: no manda, no fiscaliza, no impone la ley. Otro claro ejemplo, son las fronteras, que se han convertido en zonas francas para el contrabando, el narcotráfico y la trata, mientras las autoridades estatales miran para otro lado… o cobran su parte.



¿Y el monopolio legítimo de la fuerza? Bueno, la Policía entra a ciertas zonas “previa coordinación” con actores locales. Las Fuerzas Armadas, por su parte, tienen más tiempo en paradas cívicas que en acciones concretas. El crimen organizado avanza en las ciudades con un cinismo que crece al ritmo de la impunidad.

La justicia ya no es un poder del Estado, sino un brazo funcional del Ejecutivo. Hoy, no existe un solo alto tribunal que haya sido elegido con legitimidad. Los magistrados operan con mandatos vencidos, prorrogados por decisión de ellos mismos —como si un funcionario pudiera extenderse el contrato con su propia firma— y bajo un esquema de obediencia política. Las sentencias ya no se redactan en juzgados, sino en reuniones del partido del MAS.

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La economía, mientras tanto, muestra una de las señales más preocupantes: el colapso del modelo productivo. Las reservas internacionales se han evaporado, los dólares han desaparecido del sistema, el diésel escasea, y más del 80% de la economía se mueve en la informalidad. Si un Estado no puede garantizar combustible, moneda o crecimiento sostenible, ¿qué garantiza exactamente?

Todo esto sucede con un gobierno deslegitimado y fracturado internamente. Veinte años en el poder no consolidaron una institucionalidad fuerte, sino una maquinaria dependiente del caudillo de turno. Hoy, el presidente Arce, el expresidente Morales, Andrónico Rodríguez y Eduardo del Castillo compiten no por el poder, sino por ver quién puede destruir más rápido al otro, llevándose al país de paso. Mientras tanto, la oposición mira con ideas a medias, sin estrategia a largo plazo, sin poder de convencimiento y sin presencia territorial.

Así que no, Bolivia no es formalmente un Estado fallido. Todavía hay elecciones, colegios abiertos y bancos funcionando. Pero cuando el Estado pierde el control del territorio, se deslegitima, la justicia colapsa, los servicios se deterioran y la economía se derrumba, la etiqueta deja de ser una exageración y empieza a parecer un diagnóstico.

Y aunque todavía podamos comprar gasolina —cuando hay— o repostear esto en redes, el verdadero punto de inflexión no vendrá en un TikTok ni en una marcha. Será el 17 de agosto, en las urnas, cuando los bolivianos tengamos la oportunidad de comenzar a reconstruir el país. Pero eso solo será posible si votamos con memoria, con criterio y con la dignidad que merece una nación que no puede permitirse fracasar como Estado.

 

Por Sebastián Crespo Postigo

MBA & Mgs en Dirección de Proyectos, Economista y exdirector del Comité pro Santa Cruz.