El endurecimiento de leyes, el cierre de editoriales y la censura audiovisual marcan una nueva etapa en la política del Kremlin, que busca afianzar la narrativa oficial y bloquear el disenso social e intelectual.
Fuente: Infobae.com
Las restricciones sobre el acceso a la información y las recientes acciones contra aplicaciones de mensajería en Rusia reflejan un impulso decidido hacia el aislamiento cognitivo de la sociedad y un control cada vez más férreo del flujo informativo, enmarcado en una narrativa de “defensa frente a Occidente”. En un ensayo de Guillaume Lancereau publicado en El Gran Continent, el escritor repasa la profundización del autoritarismo y la manipulación ideológica en la Federación Rusa en el contexto de la guerra contra Ucrania y el recrudecimiento de la censura interna sobre la literatura, el cine, los medios y la comunicación digital.
El texto señala que, tras una semana de contención militar, el Ministerio de Defensa ruso anunció la conquista de una aldea en Dnipropetrovsk, una zona que oficialmente no reclama. Al mismo tiempo, la presión bélica se intensificó con ataques sobre territorio ucraniano mediante “574 drones y 40 misiles, entre ellos cuatro misiles balísticos Kinžal y dos Iskander”, según detalla el balance recogido por el autor. El gobierno ruso mantiene un discurso inamovible: “Rusia ha vuelto al punto de partida: no aceptará ningún plan que ofrezca garantías de seguridad a Ucrania sin la participación, e incluso el derecho de veto, del Kremlin”, subrayó el ministro de exteriores Serguéi Lavrov, enfatizando el rol tutelar del Kremlin sobre el destino ucraniano.
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Lancereau apunta que la fase de negociaciones espectaculares ha dado paso a una lógica de confrontación prolongada: “Hemos salido de la espectacular temporalidad de las negociaciones para volver a caer en la de una guerra larga, cuyo aspecto militar va acompañado de una transformación profunda del Estado ruso, de su capacidad de causar daño, de control y de represión”. Este proceso implica el refuerzo de la propaganda estatal y una política sistemática de bloquear y distorsionar la información, con la vista puesta tanto en la opinión pública doméstica como en audiencias internacionales.
El ensayo identifica una contradicción estructural en la narrativa oficial. Así, mientras los propagandistas aseguran que no hay movilización autónoma en Ucrania y que las protestas están patrocinadas desde Occidente, a la vez interpretan cualquier manifestación como expresión genuina de descontento contra el gobierno de Volodímir Zelensky. A pesar de esta ambigüedad, el nacionalismo ha crecido visiblemente. “La mayoría del país declara que prefiere que su país sea ante todo una ‘gran potencia, temida y respetada’, en lugar de una potencia de segundo orden con un mejor nivel de vida… lo que es exactamente lo contrario de la tendencia que mostraban las encuestas en los últimos veinte años”, advierte el autor.
Sobre la estrategia exterior, el texto detalla cómo Rusia ha multiplicado sus operaciones de desinformación y manipulación, particularmente desde las campañas del Donbass y Crimea en 2014-2015, empleando el “control reflexivo” para dar forma a percepciones y posiciones adversarias. “La Federación Rusa ha logrado su objetivo: conseguir que Europa y Estados Unidos le dejen desmantelar un Estado soberano, supuestamente para evitar una guerra a gran escala, con el éxito que ya conocemos”, sintetiza Lancereau. A partir de 2022, la manipulación del miedo y el riesgo de una “Tercera Guerra Mundial” han buscado erosionar el respaldo europeo a Kiev, con el propósito de alcanzar un punto de inflexión en el que el apoyo a Ucrania deje de ser rentable electoralmente para los gobiernos occidentales.
El ensayo se extiende también sobre las más recientes tácticas de propaganda digital, incluyendo campañas dirigidas a públicos específicos mediante herramientas de inteligencia artificial, como videos en inglés y otros pensados para una audiencia alemana. Estas piezas se apoyan en “resultados de pseudo encuestas” y testimonios de supuestos expertos, “explotando los temores y las divisiones de la población alemana con respecto a Rusia y la guerra en Ucrania”.
Respecto a la “guerra híbrida”, Lancereau subraya que, en la doctrina estratégica rusa, el término alude a una operación sufrida, no cometida: “El régimen ruso percibe su territorio digital e informativo como una fortaleza sitiada”, comentaba en una intervención el director adjunto de la administración presidencial Serguéi Kirienko, añadiendo que la guerra informativa “nunca terminará… porque el objetivo o la víctima de esta guerra informativa son nuestros hijos, la próxima generación”. Esta perspectiva se ha consolidado a través de publicaciones y discursos de destacados académicos y estrategas militares, sistemáticamente enmarcando los reveses y crisis históricas de Rusia como el resultado de complots híbridos orquestados por Occidente.
En el ámbito interno, el aparato censor se ha reforzado notablemente. Tras la prohibición de WhatsApp —ya calificada de “extremista”—, y la interrupción de servicios de llamadas en Telegram orientada, según la versión oficial, a prevenir acciones de inteligencia ucraniana, el gobierno incentivó la migración forzada hacia MAX, una aplicación nacional sin cifrado y bajo control de los servicios de seguridad. Además, se ha anunciado que “MAX y la tienda de aplicaciones RuStore vendrán preinstaladas por defecto en todos los dispositivos vendidos en Rusia”, y que escuelas de varias regiones migrarán sus chats a esta plataforma. Este aislamiento digital coincide con una política prolongada para sustituir servicios exitosos como YouTube con alternativas domésticas aún poco competitivas, dentro de la estrategia de un “internet soberano”.
Las VPN han emergido como herramienta de supervivencia digital ante los cada vez más numerosos bloqueos. El Kremlin busca eliminarlas con una legislación más estricta y sanciones: “Hay que estrangularlas, lo digo sin ningún reparo”, declaró Vladimir Putin en mayo pasado.
Paralelamente, el endurecimiento legal ha acentuado la represión contra la disidencia y la libertad de expresión. Las nuevas leyes federales adoptadas en 2022 penalizan con hasta quince años de prisión el “desprestigio” o la “difusión de información falsa” sobre las fuerzas armadas. El artículo expone los casos recientes de la profesora Irina Nikolskaya y de la jubilada Anastasija Gordienko, procesadas por expresiones críticas o pacifistas en redes sociales. “Amo a mi país, pero odio a mi gobierno. Todos somos hermanos y hermanas. ¿Por qué hacer la guerra, por qué aniquilar a los demás?”, exclamó Gordienko ante el tribunal.
Esta dinámica represiva se extiende a la literatura y el mundo editorial. En mayo de 2025, “once directivos, empleados y antiguos colaboradores del mayor grupo editorial ruso, EKSMO” fueron detenidos en Moscú bajo acusaciones de extremismo vinculado a la promoción del movimiento LGBT a través de libros dirigidos a adolescentes. Entre las obras señaladas destaca “El verano con el pañuelo de pionero”, novela éxito que describe una relación homosexual. El comité investigador consideró que la lectura de ciertas obras “había ‘convertido’ a jóvenes lectoras y lectores a la causa del ‘movimiento LGBT’”. Tras la inclusión del movimiento social internacional LGBT en la lista de organizaciones extremistas desde noviembre de 2023, la distribución y venta de estos títulos se convirtió en un acto punible, incluso con carácter retroactivo.
En este contexto de censura, surgió en 2024 un consejo de “expertos” responsables de controlar la conformidad de libros con la legislación vigente antes de su publicación. Las librerías recibieron listas de títulos a destruir, y el retiro de la última novela de Vladimir Sorokin se produjo tras una campaña mediática y política impulsada desde Telegram: “El mundo del libro ruso debe ahora tomar una decisión: o está con Moscú o está con Berlín”, clamó la escritora Olga Uskova. Este clima se ha trasladado también al cine, con leyes aprobadas que prohíben obras audiovisuales contrarias a los valores “espirituales y morales” tradicionales, incluso con efecto retroactivo, obligando a plataformas y redes sociales a autorregular ese contenido.
Al analizar el frente cultural, Lancereau pone de relieve cómo la “literatura Z” —marcada por la apología militarista y nacionalista— se ha consolidado como contracara propagandística. “En los poemas de la poetisa del Donbas, las poblaciones locales actúan como auténticos héroes, sobre los que se sustenta toda la gran civilización rusa, con su compleja historia y sus tradiciones espirituales superiores”, señala la presentación de la obra de Anna Revjakina en la Feria del Libro de Moscú de 2023.
La remodelación ideológica tiene una clara traducción en la escuela. El dispositivo “Conversaciones sobre lo esencial” promueve, desde la primera infancia y en los territorios ocupados de Ucrania, la adhesión a los valores promulgados por el Kremlin. En palabras de un nuevo decreto: “Se impartirán clases de ‘Cultura espiritual y moral de Rusia’, que servirán para enseñar a los alumnos la grandeza del ‘mundo ruso’ y de Rusia como ‘Estado-civilización’”.
El control de la narrativa histórica acompaña la reconstrucción de la identidad nacional. Libros de texto dirigidos por Vladimir Medinski, consejero presidencial y exministro de Cultura, presentan la anexión de Crimea y la invasión de Ucrania bajo un prisma de “justicia histórica” y afirmación de los derechos rusos. Sobre la más reciente historia militar, el manual expone: “A lo largo de la historia postsoviética, Estados Unidos y la OTAN han ignorado constantemente las legítimas reivindicaciones de Rusia en materia de seguridad. Finalmente, el golpe fascista que organizaron en Kiev… obligaron a Rusia a iniciar en febrero de 2022 una operación militar especial destinada a proteger el Donbas”.
El artículo concluye que el Estado ruso extiende su batalla en todos los frentes: desde el control de internet hasta la supresión del disenso, la censura cultural y la imposición de una visión única de la historia. El objetivo es, en definitiva, consolidar un poder que sólo puede perpetuarse “imaginando y asignándose constantemente un nuevo enemigo”. Así lo advierte el editor y fundador de Freedom Letters, Georgi Urušadze: “Los que están en el poder tienen miedo a los libros y, hasta cierto punto, eso es tranquilizador. Están asustados y quieren hacer desaparecer los libros desatando la represión contra ‘pecados’ retroactivos… las autoridades necesitan crear constantemente una cierta imagen del enemigo y controlar mediante el miedo a todos aquellos que podrían actuar”.