Durante siglos creímos que la vida solo podía prosperar en la calma y el equilibrio. Hoy la astronomía propone lo contrario: los mundos más fértiles podrían ser los más inestables. Un hallazgo que no solo expande la búsqueda de planetas habitables, sino que también sacude nuestra forma de entender la cultura, la política y la propia Tierra.

Durante siglos, la humanidad creyó que la vida solo podía prosperar en la estabilidad. Que la calma, el equilibrio y las condiciones constantes eran los únicos escenarios posibles para que algo respirara, germinara, se multiplicara. La ciencia, la política e incluso la cultura compartieron esa obsesión: construir equilibrios. Pero la astronomía viene a contradecirnos, al sostener que los mundos más fértiles podrían no ser los más tranquilos, sino los más inestables.

En su artículo “Órbitas salvajes”, Sean Raymond nos recuerda que la historia de la Tierra está escrita en glaciaciones, oscilaciones orbitales y variaciones de inclinación. Que nuestro planeta fue, una y otra vez, un laboratorio de extremos (congelado hasta la asfixia o recalentado hasta la escasez) pero siempre capaz de sostener vida. Y que, al observar exoplanetas en la galaxia, los astrónomos empiezan a sospechar que ese vaivén, esa oscilación salvaje, podría ser la mejor carta de presentación para encontrar vida.



Claro, porque la vida no florece en la comodidad, sino en el desajuste. Los planetas con órbitas excéntricas, inclinaciones extremas o estaciones desbordadas pueden ser más propicios para la biodiversidad que aquellos que permanecen en calma. En términos políticos y culturales, el mensaje es inquietante: ¿qué hacemos con nuestra obsesión por el equilibrio, si la propia vida parece haber nacido de la oscilación?

La ciencia, entonces, se transforma en una metáfora cultural. Como una intuición que hace mucho ruido en un mundo marcado por migraciones masivas, crisis climáticas y desórdenes tecnológicos. ¿No será que la humanidad debe aprender a habitar la oscilación, en lugar de resistirse a ella? Ya no nos estamos refiriendo solo a planetas, sino a sociedades. La inestabilidad, que tanto nos asusta, puede ser también fértil como motor de adaptaciones, fuente de nuevas formas de vida colectiva.

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Si aceptamos que la vida puede prosperar en condiciones que antes nos parecían imposibles, también debemos aceptar que nuestra definición de lo habitable estaba equivocada. Y que, quizá, seguimos tratando a la Tierra como si fuese estable, cuando en realidad es un planeta oscilante, vulnerable, sujeto a glaciaciones, sequías y, ahora, a la alteración humana del clima. La astronomía nos devuelve a nuestra propia paradoja: miramos al cielo buscando otros mundos, mientras descuidamos el único en el que ya hay vida.

“Órbitas salvajes” no es solo una crónica científica sobre planetas lejanos. Es también un recordatorio político. Pensar que la vida puede nacer del desajuste nos obliga a revisar nuestras formas de organización, nuestra idea de progreso, nuestra política de estabilidad eterna. Y es, además, un recordatorio cultural: que los mitos que nos sostienen —la calma, la estabilidad, el orden— son tan frágiles como una órbita elíptica.

Quizá la pregunta ya no sea si hay vida ahí afuera. Quizá la pregunta sea si nosotros, aquí, seremos capaces de aprender de esos mundos inestables lo que olvidamos en el nuestro: que la vida no se aferra al equilibrio, sino a la resiliencia. Y que tal vez lo verdaderamente habitable sea, siempre, lo salvaje.

Por Mauricio Jaime Goio.