Las imágenes de gigantes de acero estallando en el cielo recorren el mundo en segundos, y para millones no son pruebas controladas de ingeniería, sino espectáculos de la fragilidad humana frente al cosmos. La pregunta, entonces, no es solo técnica, sino cultural: ¿qué significa que fallen los cohetes, y qué efecto tiene esa fragilidad en nuestra idea de futuro?
Fuente: Ideas Textuales
Los cohetes son máquinas concebidas para funcionar al borde de lo imposible. Transportan cargas inmensas a velocidades extremas, sometidos a fuerzas y presiones que cualquier cálculo erróneo convierte en catástrofe. Que fallen no debería sorprender. La historia de la ingeniería está plagada de accidentes que son, en realidad, pasos intermedios hacia el éxito.
La diferencia con SpaceX es que rompió con una tradición de discreción. Mientras la NASA ocultaba fallos y solo mostraba los hitos victoriosos, Elon Musk decidió exponer cada intento, cada ensayo fallido, en transmisiones en vivo que rápidamente se convirtieron en material de memes, titulares y debates. Es decir, repetir, aprender del error y fallar de manera pública para acelerar el progreso. Cada explosión se documenta, se analiza y se reconstruye. Lo que parece fracaso es, en realidad, el camino previsto hacia la mejora.
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Para comprender la magnitud de este cambio, basta recordar la historia. En 1986, el Challenger se desintegró apenas 73 segundos después del lanzamiento, con siete astronautas a bordo. La transmisión en vivo, en cadena nacional, dejó a Estados Unidos en estado de shock. El accidente se convirtió en un trauma colectivo, alimentando dudas sobre la viabilidad de los viajes espaciales. En 2003, la tragedia se repitió con el Columbia, que se desintegró al reingresar en la atmósfera. Estos accidentes marcaron a la NASA al demostrar en la práctica que la exploración espacial tenía un costo humano insoportable.
Pero también hubo fracasos que se transformaron en epopeyas. El caso más célebre es el Apollo 13, cuya misión a la Luna se convirtió en una pesadilla técnica. La explosión de un tanque de oxígeno en pleno vuelo obligó a improvisar soluciones para salvar la vida de tres astronautas. El episodio, lejos de ser una derrota, se transformó en mito cultural, celebrado en películas y narrado como ejemplo de resiliencia e ingenio humano.
La diferencia con SpaceX es que sus fallos ocurren en pruebas no tripuladas, y, por tanto, se interpretan más como espectáculo que como tragedia. Pero ese espectáculo no está exento de peso cultural. Lo que se pone en juego no es la vida de astronautas, sino la vida simbólica del proyecto de colonizar Marte.
Cada explosión en el cielo evoca viejos mitos. El más evidente es el de Ícaro, el joven que voló demasiado cerca del sol y terminó cayendo por su osadía. SpaceX es percibida por muchos como un Ícaro tecnológico. El intento de Musk de colonizar Marte puede leerse como arrogancia, como una huida hacia adelante mientras la Tierra arde por el cambio climático, las guerras y la desigualdad. ¿No sería más sensato arreglar nuestro planeta en lugar de soñar con otros?
La exploración del espacio fue, es y será siempre una narrativa de futuro. La humanidad se imagina a sí misma viajando más allá de la Tierra como una especie que busca sobrevivir y expandirse. Colonizar Marte no es solo un proyecto científico, es la materialización de un deseo colectivo de trascender nuestras limitaciones. Así cada explosión es una fisura en ese relato. Cuando un cohete falla, se tambalea la promesa de que hay un futuro más allá de la Tierra.
Lo curioso es que los fracasos de SpaceX generan tanto fascinación como burla. En redes sociales, los videos de cohetes explotando circulan acompañados de memes, como si el error fuera una especie de entretenimiento colectivo. Sin embargo, esa risa esconde la sospecha de que quizá nunca logremos colonizar otro planeta, y que esos proyectos millonarios no son más que ilusiones de grandeza.
En realidad, por el contrario, los fracasos debieran generar confianza en la perseverancia. A diferencia de los accidentes mortales de la NASA, las explosiones de SpaceX deben ser evaluadas como parte de un proceso. Se celebran no porque los cohetes caigan, sino porque cada caída acerca un poco más al éxito. El Falcon Heavy, que logró poner en órbita un Tesla rojo con destino a Marte, fue posible gracias a esa acumulación de errores.
El imaginario no se construye solo de críticas. En cada lanzamiento fallido hay también una narrativa de resiliencia. La humanidad como especie que tropieza se levanta y vuelve a intentar. El fracaso nos recuerda que explorar el cosmos no es un acto heroico inmediato, sino un camino de tropiezos.
Los cohetes de SpaceX fallan porque deben fallar. Son sistemas extremos que solo se perfeccionan en el borde del desastre. Pero lo significativo no es la ingeniería, sino la lectura cultural que hacemos de esos errores. Para unos, cada explosión confirma que la humanidad no está lista para colonizar Marte. Para otros, son la prueba de que el futuro se construye a golpes de fracaso.
En ambos casos, lo que está en juego es el relato de lo que queremos ser como especie. Los fallos de SpaceX son, en el fondo, una metáfora de la condición humana: intentar lo imposible, fracasar y seguir insistiendo. Y quizá sea esa perseverancia, más que la conquista de Marte, la verdadera hazaña que nos define.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales