*Delmar Méndez
Se presenta en las redes como «uno más», un amigo o un confidente que comparte sus opiniones genuinas. Esta cercanía es el disfraz más peligroso para la manipulación.
La palabra influencer aún no está registrada en los diccionarios académicos. Pero, se entiende que un ´influenciador´, (denominado así sin apelar al préstamo lingüístico que ya se ha consolidado con el uso del anglicismo), es la persona que logró notoriedad pública a través de internet y que encuentra en el ámbito digital su principal ámbito de influencia. Su reputación digital le permite influir en las opiniones y decisiones de los demás. Es capaz de viralizar contenidos (multiplicar la difusión y la propagación de videos, imágenes, etc.)
Tal es la definición pura y precisa que podría plantearse para su formal incorporación al repertorio lexicográfico de nuestra lengua.
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Por la experiencia y el contexto actual, la definición queda corta. ¿Qué es lo primero que viene a la mente cuando escuchamos o leemos la palabra influencer? Con la experiencia reciente y el contexto electoral vigente, la asociación cognitiva nos genera una acepción diferente, constituida por la disfunción conceptual y la desvirtuación de su rol en la sociedad y en el sistema político.
En tal sentido, en el ámbito político, el influencer es un individuo que, desprovisto de convicciones éticas y responsabilidad cívica, utiliza su popularidad digital para fungir como agente de manipulación. Su principal función es distorsionar los hechos y simplificar discursos complejos en narrativas polarizantes, actuando como un mercenario digital al servicio de intereses electorales y económicos.
Lejos de ser un mero animador o un generador de tendencias de consumo, ha evolucionado en una figura de poder con un papel nocivo para la sociedad. Por su desempeño, ha demostrado ser un vector de la desinformación.
El poder del influencer radica en una ilusión de credibilidad y autenticidad. A diferencia del periodismo tradicional, que aspira a la objetividad y la verificación, el influencer establece su autoridad a través de una cercanía personal con su audiencia. Se presenta en las redes como «uno más», un amigo o un confidente que comparte sus opiniones genuinas. Esta cercanía es el disfraz más peligroso para la manipulación. La audiencia, especialmente los votantes más jóvenes y menos críticos, tiende a creer que la opinión de «su influencer» favorito es sincera y desinteresada, cuando en realidad, en muchos casos, es un mensaje cuidadosamente elaborado y financiado. Esta confianza es el activo más valioso que tienen y del que monetizan sin escrúpulos, destruyendo la línea entre la opinión personal y el mensaje político pagado.
Hay periodistas que se adscriben a este perfil; se mimetizan en el entorno digital y ejercen la doble función, redituando también como mercenarios de la información.
El influencer, como aquel tipo de periodista, es un agente de la posverdad. No se detiene a verificar, a contextualizar o a contrastar. Su rol es amplificar, sin importar si lo que amplifican es un rumor, una noticia falsa o un ataque personal. Utiliza las herramientas de la edición, la inteligencia artificial y el sensacionalismo para distorsionar hechos, crear narrativas que se ajusten a los intereses de quienes les pagan y polarizar a la sociedad. En este entorno, un video de 30 segundos lleno de mentiras tiene más peso y alcance que un informe de investigación de meses.
Es un enemigo del debate político profundo y razonado. Su formato (videos cortos, memes, publicaciones rápidas) obliga a simplificar las cuestiones más complejas del país. Los problemas de la economía, la justicia, la seguridad o la salud pública se reducen a eslóganes, a «puntos de vista» superficiales que no requieren un análisis crítico. Esta simplificación no solo empobrece el debate, sino que promueve una cultura política basada en la emoción y la polarización, en lugar de la deliberación y la búsqueda de soluciones.
El influencer político es, en esencia, un mercenario digital. Su participación en los procesos electorales no se guía por convicciones ideológicas, sino por la oportunidad de redituar económicamente.
Como actor político, representa una amenaza directa a la sociedad. Al monetizar la desinformación, al destruir la credibilidad de la verdad y al simplificar el debate, no solo manipula la voluntad de los electores, sino que desmantela los cimientos sobre los que se construye una sociedad democrática y bien informada. Su rol no es el de un líder, es el de un operador político sin escrúpulos, cuya influencia es una enfermedad para el sistema democrático.
*Es comunicador social y creador digital.