A lo largo de la historia, Bolivia se fue enamorando del populismo no por elección, sino porque la necesidad duele; pero al final aparece la falacia del falso filósofo: resolver problemas complejos con soluciones simples…
Y, sin embargo, aquí seguimos, entre la urgencia concreta de la gente y el magnetismo del que promete atajos. El populismo no nace de un capricho colectivo, sino de heridas abiertas: desigualdades que se heredan, regiones que se sienten lejos del centro, economías familiares que sobreviven a tirones, servicios públicos que llegan tarde o no llegan. Cuando el “sistema” no responde, la voz que divide el mundo entre “pueblo” y “élite” y ofrece respuestas inmediatas suena, por un rato, a justicia poética. Una promesa de desquite. Un breve alivio.
Ese alivio tiene su lógica: durante décadas, una parte del país se miró en el espejo y no se encontró. La política hablaba en su nombre, pero no con su acento. La modernización abrió avenidas y cerró caminos; profesionalizó algunos sectores y volvió invisibles a otros. En ese vacío, el líder que dice “yo los veo, yo los escucho, yo sí los represento” aparece como un padre de familia en medio de la tormenta. Lo entendemos: en una emergencia, uno confía en quien grita instrucciones claras. Pero la política no es una evacuación de incendio; es una construcción paciente. Y ahí asoma la falacia del falso filósofo: el encantador que lo explica todo con una sola causa y lo arregla todo con una sola palanca.
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Bolivia ya conoció ese embrujo y su resaca. A veces el ciclo empieza con euforia: el Estado se acerca, se distribuye renta, se abren puertas antes cerradas. La gente siente, con razón, que por fin el país le devuelve algo. Esas primeras victorias son reales y valiosas: ampliar derechos, reconocer identidades negadas, extender el brazo del Estado hacia comunidades olvidadas. Pero cuando la épica se personaliza, cuando el proyecto se confunde con un rostro, cuando la crítica se vuelve pecado y la duda, traición, entonces el reloj empieza a correr en sentido contrario. Lo que nació para incluir, termina separando; lo que prometía instituciones fuertes, termina orbitando alrededor de una voluntad; lo que debía diversificar la economía, se aferra a una chequera con fondos cada vez más finitos.
El relato populista seduce, sobre todo, con tres promesas que se entrelazan: que alguien pueda hablar por todos, que la prosperidad no tenga costos y que los culpables estén siempre afuera. La primera convierte el plural boliviano en un coro con una sola voz. La segunda nos convence de que se puede repartir sin invertir, sostener sin ahorrar, crecer sin diversificar, como si la aritmética tuviera ideología. La tercera nos da un villano para cada escena: la élite, los tecnócratas, el imperialismo, la región vecina. Señalar responsabilidades ayuda; convertirlas en explicación única nos infantiliza. El resultado es un país en modo campaña permanente, donde cada problema complejo se reduce a un eslogan, y cada desacuerdo, a una batalla existencial.
¿Por qué volvemos a caer? Porque el populismo sabe leer dolores reales y, a veces, los alivia. Porque la política “seria” se volvió, demasiadas veces, sorda y autocontenida. Porque las instituciones no siempre protegieron frente al abuso cotidiano. Porque la modernización dejó barrios, provincias y generaciones enteras mirando desde la vereda. En ese paisaje, un líder que “rompa las reglas” parece, por momentos, la única vía para mover fichas petrificadas. Pero confundir la urgencia con la excepción permanente es la puerta giratoria entre el cambio y el abuso, entre la reparación y la revancha.
Salir del embrujo no implica desoír los reclamos que lo hicieron posible; al contrario, exige tomarlos en serio. Lo que sí funcionó debe cuidarse: el orgullo de ser parte, el Estado que llega donde antes no llegaba, la reducción de brechas básicas. Lo que no funcionó debe corregirse sin drama: personalizar el poder, apostar todo a un ciclo de precios, confundir movilización con permiso para saltar reglas, creer que un plebiscito reemplaza a la ley. La democracia no es unanimidad, es un conjunto de reglas para procesar diferencias; y el Estado no es una chequera, es una máquina de resolver problemas que necesita mantenimiento, repuestos y manual.
Tal vez el antídoto sea menos épico, pero más honesto: un realismo republicano que ponga instituciones por encima de providencias, resultados por encima de relatos, y ciudadanía adulta por encima de devoción. Un Poder Judicial que sirva a la gente vale más que cien discursos sobre la voluntad popular. Políticas públicas con metas claras, datos abiertos y evaluación independiente son menos fotogénicas que una marcha, pero más efectivas que diez cadenas nacionales. Pactos de largo plazo: educación, salud, seguridad, diversificación productiva, transición energética: que sobrevivan a cinco gobiernos y a todas las encuestas. Un federalismo que deje de ser banderín y se convierta en competencias reales con recursos y responsabilidades. Y una cultura del pluralismo que entienda el desacuerdo no como amenaza, sino como insumo.
La promesa más difícil, y por eso, la más necesaria, es admitir que los problemas complejos requieren soluciones complejas. Reducir la pobreza y la informalidad sin romper la caja; atraer inversión y proteger a los vulnerables; abrir mercados y fortalecer capacidades locales; recaudar mejor y gastar con disciplina. No hay atajos mágicos, pero sí caminos transitables si acordamos prioridades y medimos resultados. Eso no enamora a primera vista: convence a segunda, cuando se nota en el bolsillo, en la escuela, en el centro de salud, en la seguridad del barrio.
Bolivia no está condenada a elegir entre el cinismo tecnocrático y la épica vacía. Podemos exigir dignidad y eficacia al mismo tiempo: un Estado que trate a cada ciudadano como adulto, que explique los costos, que rinda cuentas sin victimizarse y que convoque más a la corresponsabilidad que a la obediencia. El enamoramiento con el populismo nació de una carencia: queríamos ser vistos, escuchados, respetados. Ese deseo sigue en el centro y merece respeto. Pero si de verdad queremos honrarlo, toca superar la seducción del falso filósofo. Cambiemos el hechizo por un pacto más difícil y más maduro: menos promesas de soluciones simples, más instituciones capaces de resolver problemas complejos. Ahí está la épica que aún nos debemos: menos grito y más obra; menos devoción y más ciudadanía; menos destino y más decisión.