El Gran Hermano, versión Confucio


El crédito social chino es un sistema estatal y corporativo de evaluación ciudadana que califica el comportamiento de individuos, empresas e instituciones según su “confiabilidad”, basándose en datos recogidos por herramientas digitales como aplicaciones móviles, redes sociales, cámaras de vigilancia y registros administrativos.

Fuente: https://ideastextuales.com



Funciona como una red de recompensas y castigos. Quienes acumulan puntos acceden a beneficios como préstamos, viajes, empleos o servicios públicos preferentes, mientras que quienes los pierden pueden ser sancionados con restricciones de movilidad, exclusión financiera o humillación pública.

Aunque se presenta como un mecanismo para fomentar la honestidad y mejorar la convivencia, en la práctica, el crédito social ha establecido una forma sofisticada de control social y vigilancia algorítmica, donde la obediencia es premiada y la crítica, penalizada.

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A lo largo de la historia, han existido diversos sistemas que, aunque tecnológicamente menos sofisticados que éste, han operado bajo el mismo principio fundamental. Moldear el comportamiento de los individuos mediante la vigilancia, la sanción simbólica o material, y el premio a la obediencia.

En la antigua China imperial, por ejemplo, el sistema de exámenes imperiales seleccionaba a los burócratas mediante pruebas que no solo medían conocimiento, sino también virtudes morales, reforzando la lealtad al Estado y a la jerarquía confuciana. En tiempos más modernos, el expediente de vida soviético (lichnoye delo) almacenaba información sobre la conducta ideológica, laboral y personal de cada ciudadano, lo cual condicionaba su acceso a empleos, ascensos, educación o incluso vivienda. En la Alemania nazi, los ciudadanos eran clasificados según criterios raciales, ideológicos y de lealtad política, lo que determinaba sus derechos y su estatus dentro del Reich. Incluso en democracias liberales, sistemas de puntaje crediticio financiero como el FICO en Estados Unidos han condicionado el acceso a bienes y servicios, aunque centrados en la solvencia económica más que en la conducta cívica.

Todos estos sistemas comparten una lógica: controlar a través de la evaluación permanente, convertir la vida en expediente y la ciudadanía en puntuación. El crédito social chino, con su escala digital y su interfaz cotidiana,  simplemente es la versión perfeccionada y generalizada de esa vieja aspiración de gobernar a través del comportamiento.

China ha sido, históricamente, una civilización profundamente jerárquica, donde el orden social se ha fundamentado en la obediencia, el respeto a la autoridad y la subordinación del individuo al colectivo. Desde la cosmovisión confuciana, que organiza la vida en torno a relaciones verticales —padre e hijo, maestro y discípulo, emperador y súbdito—, el principio de armonía ha estado ligado al cumplimiento del rol asignado. La estabilidad se construye no desde la confrontación, sino desde la disciplina y la adecuación del comportamiento individual a un ideal colectivo.

En ese marco cultural, sistemas como el crédito social no resultan ajenos, sino la versión digitalizada y tecnocrática de una lógica ancestral: gobernar educando, castigar sin violencia, moldear sin debatir.  La palabra “crédito”,  en chino xinyong, no remite solamente al dinero. Es una noción moral, parte de la ética confuciana desde hace más de dos mil años, y puede traducirse como “confianza” u “honor”. Durante siglos, xinyong reguló las relaciones entre individuos, la palabra dada, la reputación familiar. En la China contemporánea, esa palabra ha sido reapropiada por el Estado y traducida al lenguaje de la vigilancia. La confianza ahora se mide estadísticamente.

Así, el crédito social busca garantizar moldear conductas. ¿La lógica? Ser buen ciudadano es rentable. En lugares como Rongcheng, los habitantes comienzan con mil puntos. Por cada buena acción —donar sangre, reciclar, cuidar ancianos— se ganan unidades. Por cada infracción —tirar basura, incumplir normas, criticar al gobierno— se pierden. La cartelera pública expone a los mejores, y las pantallas en las calles muestran a los transgresores.

Aunque suene paradójico, el sistema goza de popularidad entre ciertos sectores urbanos. El 80 % de los ciudadanos conectados a internet aprueba el crédito social. En parte porque les resuelve la vida. Las filas se acortan, los servicios se agilizan, el fraude se reduce. Muchos lo ven como una extensión natural de la modernidad. Un nuevo contrato social basado en eficiencia más que en libertad.

El sistema no solo evalúa conductas. Configura un régimen de visibilidad total, donde el cuerpo, el comportamiento, las ideas y hasta las emociones son transformadas en información útil para gobernar.

Con más de 400 millones de cámaras en funcionamiento, China es el país que encabeza el mayor experimento de control social del mundo. La política ya no requiere represión visible; basta con un algoritmo que puntúe, ordene y sancione. No se necesita prisión si el individuo se autocorrige por miedo al castigo.

Para muchos analistas, se trata del paso siguiente del neoliberalismo. Un capitalismo de vigilancia donde el control ya no se impone desde fuera, sino que se internaliza. El sujeto actúa como consumidor, pero también como informante, juez y delator. Si el sistema funciona, generando orden y eficiencia, la pregunta no será si es ético, sino si será exportable. En un mundo que coquetea cada vez más con la vigilancia “inteligente”, el modelo chino podría dejar de ser excepción para volverse norma.

Por Mauricio Jaime Goio.