El poder gris


Durante décadas, la vejez fue pensada como un retiro del mundo. Hoy, en cambio, los mayores están reescribiendo esa narrativa desde el activismo, el arte y la política. Este texto explora cómo el envejecimiento se ha vuelto una nueva frontera de lucha cultural y un terreno fértil para imaginar una ciudadanía más justa y plural.

Fuente: Ideas Textuales 



En los márgenes de la cultura, entre los discursos sanitarios y las estadísticas, una nueva generación de viejos ha comenzado a dar que hablar. Reclaman, denuncian, proponen. Desde la dignidad, la experiencia y una vitalidad que desafía una afirmación que se ha naturalizado en las convenciones de la sociedad del siglo XXI: envejecer es sinónimo de desaparecer.

La vejez se ha vuelto un territorio en disputa. No solo por el colapso demográfico que amenaza los sistemas previsionales, ni por el insostenible negocio de la dependencia institucionalizada. Sino porque allí donde el mundo vio decrepitud, los viejos del nuevo milenio han encontrado su voz.

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Lo decía Jane Fonda con lucidez: vivimos, en promedio, 34 años más que nuestros bisabuelos. ¿Qué hacemos con esa vida extra? ¿Cómo habitamos este “tercer acto”? ¿Y por qué seguimos imaginando la vejez como un largo epílogo cuando podría ser, perfectamente, un clímax?

En el centro de esta insurgencia se sitúa una palabra que incomoda: edadismo. Tan presente y tan invisibilizado como el machismo en los años sesenta, el edadismo es la última trinchera de los prejuicios naturalizados. No se combate con bisturí ni con cremas antiedad, sino con política. Con memoria. Con desobediencia.

Ashton Applewhite, feminista y activista radical contra la discriminación por edad, lo llama “el último ismo”. A diferencia del racismo o el sexismo, el edadismo aún goza de impunidad cultural. Se valida en el humor, se refuerza en las series, se codifica en los formularios de empleo y se instala como autoimagen incluso entre los mismos viejos. Envejecer, en nuestra sociedad, es una falta de gusto. Y Applewhite se propone desmontar, una por una, esas ideas devaluadas, afirmando que envejecer es continuar disfrutando de la vida, no simplemente una antesala a la muerte.

El cambio viene a partir de actos concretos, de acciones que demuestran una vida en plenitud. Como Cecile de Ryckel, activista belga que lucha contra el cambio climático desde un colectivo de “Abuelos por el Clima”, o Amina Musa en Nigeria, que exige justicia para las madres cuyos hijos fueron encarcelados sin juicio. Lo encarna también Juan Jacobo Hernández, memoria viva del movimiento LGBTQ+ mexicano, testigo de Stonewall y militante en el presente.

Estos activistas longevos no pelean solo por pensiones dignas o acceso a la salud. Pelean por el derecho a seguir siendo protagonistas del presente. A ser interlocutores válidos. A decidir.

En Canadá, una pequeña organización de teatro comunitario formada por mayores, RECAA, mujeres en su mayoría, se apropiaron de cámaras, micrófonos y redes para documentar su historia y denunciar el abuso a personas mayores. Lo hicieron a su ritmo, con sus reglas, sin renunciar a sus formas de comunicación. Con la inteligencia de quien opera sin poder, pero con astucia, sirviéndose de las grietas del sistema digital para hacerse oír.

No se trata de “incluir a los viejos” en el futuro, como si fueran una carga obsoleta que hay que actualizar. Se trata de transformar el futuro desde las formas de vida que ellos practican cotidianamente: la escucha, el tiempo lento, la mirada crítica.

Surge, entonces, una pregunta incómoda: ¿Qué sentido tiene una democracia que deja fuera a millones por cruzar una frontera biológica? La respuesta no está en las instituciones, que aún funcionan bajo paradigmas paternalistas. Está en la cultura, en las calles, en las alianzas. En la forma en que tejemos vínculos intergeneracionales. En si somos capaces de escuchar una voz que, pese a los achaques, habla con lucidez.

Porque el envejecimiento, nos guste o no, no es una anécdota privada. Es un asunto público. Un hito al cual, tarde o temprano, todos llegarán. Estos revolucionarios de canas, arrugas y andar lento nos han demostrado que la única forma de demostrar que están vivos aún, es transformar sus acciones en un gran megáfono. Una revolución que, quizás, no grita, pero tampoco se calla.

Por Mauricio Jaime Goio.

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