En el marco del derecho constitucional y convencional, el principio de actos consentidos opera como una figura estabilizadora del orden jurídico, cuyo eje central es la convalidación tácita de situaciones jurídicas cuando el sujeto pasivo, teniendo conocimiento del acto lesivo, omite su impugnación dentro del plazo legal. Esta figura implica no solo la renuncia a reclamar, sino el reconocimiento y validación de los efectos del acto inicialmente cuestionable.
Desde la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), se ha consolidado el entendimiento de que quien, de manera expresa o por su comportamiento, permite la ejecución de un acto sin oposición oportuna, lo legitima y consolida sus efectos jurídicos (SCP 0100/2013). Esto incluye casos en los que se asiste, participa o se beneficia de un acto cuya legalidad luego se pretende cuestionar. El TCP ha reiterado que esta convalidación impide que prospere cualquier acción de defensa posterior, dado que el orden constitucional no puede ser utilizado como herramienta de conveniencia política o estratégica.
En sede convencional, la Corte Interamericana ha resaltado que el consentimiento tácito se configura cuando, habiendo recursos disponibles, la persona no los activa en tiempo oportuno, consolidando el acto estatal (Caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras, 1988). Esta omisión implica aceptación y, por tanto, reconocimiento de los efectos legales del acto. La lógica detrás de este estándar es evitar la inseguridad jurídica derivada de una impugnación indefinida y reforzar el principio de estabilidad de los derechos adquiridos.
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En términos sustantivos, el consentimiento tácito no es una mera formalidad, sino un acto de convalidación que genera efectos jurídicos plenos: quien no impugna, convalida; quien convalida, reconoce. Así, no se trata simplemente de una barrera procesal, sino de una fuente de legitimación de los actos públicos y privados, reconocida tanto por el derecho interno como por el derecho internacional de los derechos humanos.
Por ello, la pretensión de impugnar actos consentidos carece de asidero constitucional y convencional, salvo que concurran causas excepcionales de imposibilidad material o jurídica. En ausencia de estas, la acción presentada fuera de plazo no solo es inadmisible, sino que resulta contraria al principio de buena fe y al deber de coherencia procesal.