El orden global experimenta una transformación profunda: la era de la globalización, enfocada en la eficiencia, está dando paso a intentos de desglobalización en que la geopolítica vuelve a ocupar el centro del tablero. Este giro, marcado por guerras comerciales, tensiones geopolíticas y una creciente multipolaridad, representa un riesgo evidente para economías demasiado dependientes del comercio internacional. Sin embargo, es también una oportunidad histórica para países en desarrollo que sepan leer sus dinámicas. Bolivia, a pesar de sus limitaciones estructurales, podría beneficiarse de este nuevo contexto si adopta una política exterior pragmática, abierta y estratégica.
Durante las últimas décadas, el comercio internacional y la organización de las cadenas de suministro globales estuvieron guiados por un principio dominante: la eficiencia. Las grandes empresas transnacionales buscaron constantemente reducir costos trasladando sus centros de producción a regiones con menores salarios, regulaciones más laxas o condiciones logísticas favorables. Esta lógica alcanzó su apogeo con el auge de China como la «fábrica del mundo» y la consolidación de una red interdependiente de producción que parecía irreversible.
Esa etapa parece haber quedado atrás. Las tensiones entre China y Estados Unidos —que a la cabeza de Donald Trump ha abierto más frentes otrora impensables—, las rupturas logísticas provocadas por la pandemia de COVID-19 y la guerra en Ucrania han puesto en evidencia la fragilidad de un modelo basado únicamente en la eficiencia. Hoy, los grandes actores económicos se reorientan hacia la búsqueda de resiliencia: cadenas de suministro más diversificadas, menos dependientes de países considerados estratégicamente inseguros y más cercanas, física o políticamente, a sus propios mercados. Esta transición abre un espacio para nuevos socios, especialmente en regiones como América Latina, que tradicionalmente han sido más bien periféricas en el comercio global.
La competencia entre las tres grandes economías del planeta —Estados Unidos, la Unión Europea y China— es tanto económica como ideológica. Aunque ninguna de estas potencias puede prescindir completamente del comercio internacional, todas buscan reducir sus dependencias entre sí: el Zeitgeist marca desconfianza. Si bien el proteccionismo no reindustrializará Estados Unidos como el movimiento MAGA lo espera, las políticas de relocalización y friend-shoring de Washington son un hecho. Europa, por su parte, está concentrando sus esfuerzos en generar cierta autonomía estratégica, al tiempo de diversificar sus proveedores alrededor del globo. China, ante el creciente recelo occidental, busca incesantemente consolidar alianzas con el Sur Global.
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En este contexto de desconfianza mutua, los países que se mantengan equidistantes, que no se alineen automáticamente con ninguno de los polos ideológicos y proyecten estabilidad y apertura, tienen la posibilidad de convertirse en socios privilegiados. No se trata de una neutralidad pasiva, sino de una diplomacia activa. Los mercados emergentes, que sean capaces de ofrecer condiciones atractivas para la inversión, seguridad jurídica y una visión cooperativa del comercio y la política internacionales, pueden insertarse —como nodos de resiliencia— en las nuevas redes de confianza que están reemplazando las viejas cadenas de eficiencia.
«Los mercados emergentes, que sean capaces de ofrecer condiciones atractivas para la inversión, seguridad jurídica y una visión cooperativa del comercio y la política internacionales, pueden insertarse —como nodos de resiliencia— en las nuevas redes de confianza que están reemplazando las viejas cadenas de eficiencia».
Más allá de la competencia geoeconómica, el mundo enfrenta desafíos comunes que exigen una fuerte cooperación multilateral: el cambio climático, los desastres naturales, las pandemias, la inseguridad alimentaria, las guerras o la migración masiva. Estos problemas no reconocen fronteras ni sistemas políticos. Apostando al optimismo, su solución requiere un pragmatismo internacional que, tarde o temprano, deberá imponerse sobre las rivalidades ideológicas. En ese marco, los países que sepan tender puentes y actuar como mediadores diplomáticos y económicos ganarán relevancia. Si bien no todos los Estados están en condiciones económicas o militares de competir por influencia global, muchos —independientemente o en bloque— pueden aspirar a ser facilitadores, puentes entre regiones y socios confiables en negociaciones complejas. Esto les dará un peso creciente en foros internacionales y en procesos de toma de decisiones multilaterales. Los países en desarrollo que aprovechen la oportunidad geoeconómica de este nuevo tiempo se convertirán en aliados naturales y adquirirán un mayor rol diplomático en la resolución de desafíos globales, y viceversa.
En este nuevo tablero, Bolivia parte con desventajas evidentes: un mercado interno pequeño, una institucionalidad frágil, baja inserción internacional y altos niveles de conflictividad política. Pero también cuenta con activos geoestratégicos importantes: una ubicación central en América del Sur y abundancia de recursos naturales críticos. En particular, la pertenencia al Mercosur abre una ventana importante. Aunque este bloque enfrenta grandes retos, Bolivia puede aprovechar su reciente incorporación para impulsar una reforma pro comercio, que lo transforme en una plataforma regional para la cooperación económica con los grandes polos del planeta. Con un escenario político cambiante en la región, ciertas reformas podrían ser factibles. Sudamérica, si actúa unida y pragmáticamente, puede convertirse en una región aliada para los países industrializados en busca de nuevos socios seguros y confiables.
Por supuesto, otros países como Brasil, México o Argentina, individualmente, tienen ventajas comparativas mucho mayores. Pero eso no significa que Bolivia deba conformarse con la irrelevancia. Por el contrario: si el próximo gobierno asume una política exterior orientada al aprovechamiento geoeconómico de este momento histórico, podrá sentar las bases para una inserción internacional más útil para su desarrollo. Bolivia nunca será una potencia global, pero puede ser un país con voz propia, y especialmente inteligente, en las grandes conversaciones del siglo XXI. Para lograrlo, necesita tres cosas: estabilidad interna, capacidad diplomática y apertura económica. En otras palabras, debe combinar el pragmatismo con la visión.
El mundo está cambiando, y con él, los parámetros del desarrollo. La era de la globalización orientada exclusivamente a la eficiencia ha llegado a su fin. En su lugar emerge una época de incertidumbre, fragmentación y búsqueda de resiliencia. En este nuevo escenario, los países que tradicionalmente ocuparon la periferia pueden convertirse en nodos estratégicos, siempre que sepan construir confianza, estabilidad y vínculos con los distintos polos de poder. Bolivia tiene una oportunidad modesta, pero real, de dejar de ser un país aislado y comenzar a construir una inserción internacional inteligente. En esta nueva «Guerra Fría», el país puede encontrar una oportunidad de oro para avanzar hacia un desarrollo más sostenible y abierto al mundo. Ello dependerá, en última instancia, de la visión y madurez de su liderazgo político, que será elegido en las próximas semanas.
Guillermo Bretel, Máster en Ciencias Políticas y Sociología