Estado de derecho y herencias autoritarias en Bolivia


 

Durante el prolongado gobierno de Evo Morales, Bolivia experimentó una profunda distorsión de los principios fundamentales que sostienen el Estado de derecho.



La presunción de inocencia, el debido proceso y el respeto al derecho de asilo político —pilares del sistema democrático y del orden jurídico internacional— fueron debilitados por una práctica política que privilegió el garrote antes que la justicia, la condena anticipada por encima de la investigación imparcial.

Uno de los episodios más graves fue la reiterada afirmación de que los acusados debían demostrar su inocencia, contraviniendo la esencia misma del proceso penal acusatorio, donde la carga de la prueba corresponde siempre al acusador. Esta inversión de roles no solo violentó principios básicos de justicia, sino que instauró un clima de persecución en el cual disentir se confundía con delinquir.

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El menosprecio al debido proceso alcanzó su máxima expresión con la aprobación de la Ley Anticorrupción, aplicada con efecto retroactivo y con la posibilidad de juicios en ausencia. Esta norma quebrantó no solo la Constitución Política del Estado, que prohíbe expresamente la retroactividad salvo en beneficio del imputado, sino también la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que protege la seguridad jurídica de los ciudadanos. Bajo su amparo, se gestaron procesos que muchos juristas calificaron como arbitrarios, dirigidos en más de un caso a neutralizar a opositores incómodos antes que a impartir justicia.

Otro principio mancillado fue el derecho de asilo político. En lugar de reconocerlo como una garantía internacional destinada a proteger a quienes enfrentan persecución, el gobierno de Morales lo calificó de acto de “cobardía”. Con ello no solo se desnaturalizó un derecho consagrado en tratados internacionales, sino que se sembró en la opinión pública la noción equivocada de que buscar refugio es sinónimo de traición, cuando en realidad se trata de una salvaguarda legítima frente al poder abusivo.

Estas prácticas dejaron huellas que todavía persisten en el preconsciente colectivo boliviano. El autoritarismo de aquel periodo, disfrazado de legalidad, instaló la idea de que la ley puede moldearse a conveniencia del poder político y que los derechos individuales son secundarios frente a los intereses de un proyecto de gobierno.

Hoy, con la próxima llegada de una nueva administración encabezada por Rodrigo Paz Pereira o Jorge “Tuto” Quiroga, Bolivia enfrenta el desafío de corregir estas distorsiones y reconstruir la confianza en las instituciones. El restablecimiento del Estado de derecho no puede ser una aspiración retórica, sino una tarea prioritaria y concreta.

Más de un millar de bolivianos se encuentran en condición de exilio político, resultado directo de juicios considerados arbitrarios durante el periodo de Movimiento al Socialismo. La anulación de aquellos procesos que carecieron de garantías mínimas no solo significarían un acto de justicia, sino también un gesto de reconciliación nacional.

La historia enseña que los Estados que permiten la manipulación de la justicia se deslizan hacia la arbitrariedad y la represión. Por ello, el nuevo gobierno debe asumir con firmeza la tarea de frenar esos resabios autoritarios y reafirmar que en Bolivia la ley no es instrumento de persecución, sino de garantía. La democracia, para ser auténtica, necesita de ciudadanos libres, de jueces independientes y de un sistema de justicia que inspire confianza.

En definitiva, Bolivia no podrá llamarse plenamente democrática mientras persistan los juicios arbitrarios, las condenas anticipadas y la negación del asilo como derecho humano. Solo cuando el país recupere sin ambigüedades la presunción de inocencia, el debido proceso y la independencia judicial, podrá afirmarse que el Estado de derecho ha vuelto a respirar. Esa es la deuda pendiente y la prueba de fuego para quienes hoy asumen el timón del poder.