El domingo 17 de agosto, muchos vimos los resultados electorales en Bolivia con asombro. Los números oficiales no se parecían en nada a lo que habíamos visto durante semanas en nuestras redes sociales. ¿Cómo puede ser que la mayoría piense distinto a lo que yo veo todos los días? ¿Será que mi realidad digital no es la realidad del país?
Vivimos en una era donde las redes sociales no solo nos conectan: nos informan, nos forman opinión y hasta condicionan nuestras decisiones. Pero detrás de esa comodidad hay dos fuerzas silenciosas que distorsionan nuestra visión: nuestros propios sesgos y los algoritmos que los refuerzan.
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El ser humano no es imparcial. Interpretamos la realidad según lo que ya creemos, según nuestras emociones, experiencias y prejuicios. A eso se le llama sesgo cognitivo. Y uno de los más fuertes es el sesgo de confirmación: buscar y creer solo lo que valida lo que ya pensamos.
Este sesgo ha existido siempre, pero las redes lo llevan al extremo. Las plataformas digitales están diseñadas para captar y mantener nuestra atención. ¿Cómo lo hacen? Mostrándonos lo que nos gusta, lo que nos emociona, lo que nos hace reaccionar. Así, cuanto más interactuamos con cierto tipo de contenido —ya sea político, ideológico o cultural—, más contenido similar veremos.
Y así se construye una burbuja. Un entorno donde todo lo que vemos confirma lo que ya creemos. Una caja de resonancia donde nuestras ideas rebotan se amplifica y se presentan como verdades absolutas. Las opiniones distintas no desaparecen, pero quedan enterradas. O peor: se convierten en amenazas.
Esto genera una ilusión peligrosa: creemos que “todo el mundo piensa como yo”. Y cuando llega un resultado electoral que rompe esa ilusión, el desconcierto es total. La diversidad de pensamiento se ha diluido en nuestro feed. El contraste que permite pensar con claridad se pierde.
Esta distorsión tiene consecuencias profundas. Si solo vemos una parte de la realidad, nuestras decisiones se basan en información incompleta. Esto afecta elecciones políticas, posturas sociales, decisiones de consumo e incluso cómo juzgamos a otras personas. Además, esa validación constante genera una falsa seguridad. Dejamos de dudar, dejamos de cuestionar. Y cuando se apaga la duda, nace el fanatismo.
Todos somos vulnerables a esta burbuja. Cuanto más tiempo pasamos en redes, más se ajusta el contenido a nuestros gustos. Incluso quienes se consideran críticos tienen puntos ciegos. Nadie está completamente a salvo.
¿La salida? Primero, reconocer el problema. Las redes sociales no reflejan el mundo tal como es: lo filtran según nuestros hábitos. Segundo, diversificar nuestras fuentes. Leer a quienes piensan distinto, seguir medios variados, exponerse a lo incómodo. No para cambiar de opinión, sino para formar una mejor.
También es clave fortalecer el pensamiento crítico: contrastar, verificar, entender el contexto y estar abiertos a revisar nuestras ideas. Las decisiones bien tomadas no nacen de certezas absolutas, sino de criterio y apertura.
Y sí, las plataformas también deben asumir su parte. No basta con pedirle al usuario que piense críticamente si el sistema está diseñado para evitar el disenso. Se necesita más transparencia sobre cómo funcionan los algoritmos y políticas que fomenten la diversidad informativa.
Las redes sociales no solo reflejan nuestras ideas: las moldean. Combinadas con nuestros sesgos, crean un entorno cómodo, pero peligroso. Porque si decidimos solo con base en lo que nos confirma, no estamos pensando: estamos reaccionando. Y en un mundo cada vez más complejo, eso es un lujo que no podemos permitirnos.