La enfermedad de ser perfectos


El perfeccionismo dejó de ser una virtud para convertirse en un síntoma cultural. No es aspiración, sino miedo. No es excelencia, sino angustia. ¿Qué nos dice esta dolencia silenciosa sobre el mundo que habitamos?

Fuente: Ideas Textuales



Al comenzar este artículo se me viene a la cabeza la imagen de una amiga que, ante cualquier disenso, afirmaba “soy perfeccionista”. Siempre esbozando una sonrisa, como si su confesión diera cuenta de una excepcionalidad. Con un barniz de nobleza, como quien dice: “me exijo porque puedo más”. A pesar de su seguridad, siempre he sentido que detrás de esa actitud de firmeza se esconde mucha debilidad.

Según los psicólogos Gordon Flett y Paul Hewitt, lo que hay detrás no es ambición, sino miedo. El perfeccionismo no es el deseo de mejorar, sino la convicción de que solo siendo impecables podremos ser amados, aceptados, vistos. Una suerte de contrato emocional inconsciente. Y cuando el contrato se rompe, porque fallamos, porque envejecemos, porque no damos la talla, el individuo se desmorona. “No hay lugar para mí si no soy perfecto”, dice el eco que queda.

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El perfeccionismo no es exclusivamente un asunto físico, es cultural. Una cultura castiga más a quienes deben demostrar constantemente su valía. Ya no basta con ser buenos. Hay que ser excepcionales. No por deseo, sino por supervivencia. Michelle Obama lo dijo sin ambigüedades: “hay que ser el doble de buenos para llegar la mitad de lejos”.

Y en esta carrera, el perfeccionismo se vuelve una trampa. Cuanto más nos esforzamos por cumplir, más nos alejamos de nosotros mismos. El individuo se convierte en una máscara, un proyecto de imagen editada, como esas vidas que vemos en Instagram. Una ficción donde no hay errores, ni dudas, ni lágrimas.

Porque el perfeccionismo es la herida del amor condicionado. Lo que anhelamos no es ser perfectos, sino ser importantes para alguien. Tener un lugar donde no haya que demostrar nada. Como dice Flett,“la antítesis del perfeccionismo es sentirse significativo”.  No es casual que muchas culturas milenarias hayan intuido esto. En Persia, los tejedores de alfombras dejaban un error a propósito en sus obras, como un recordatorio de que solo lo divino puede ser perfecto. En Escandinavia, la Ley de Jante desalienta la búsqueda de la excepcionalidad individual en favor de la armonía social. Nosotros, en cambio, hemos convertido la perfección en religión.

Es hora de renunciar a ese dios. No para rendirnos, sino para sanar. Porque el perfeccionismo no solo produce estrés, ansiedad, enfermedades psicosomáticas o síntomas depresivos: produce soledad. Una soledad que se viste de competencia, que se disfraza de éxito, pero que nos vacía por dentro.

El desafío está en reaprender a fallar, a pedir ayuda, a llorar en público, a hablar de nuestras inseguridades sin vergüenza. A desobedecer esa voz que nos exige ser perfectos. A recordar que el alma no crece con trofeos, sino con vínculos.

Los terapeutas lo ven todo el tiempo. Pacientes que llegan buscando alivio y se resisten a mostrar su lado roto. Porque creen que el terapeuta se decepcionará. Porque temen que, si se equivocan, los devolverán, como a un producto defectuoso. Pero el verdadero avance ocurre cuando al fin admiten que son mucho más que ese agotador afán de perfección.

Más que manuales de autoayuda, o gurús de productividad, lo que necesitamos es volver a sentir que no estamos solos. Que la imperfección no nos descalifica, sino que nos hermana.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales