Del grano al rosario, del templo pagano al altar mariano, el símbolo de la madre ha atravesado los siglos sin desaparecer. En María sobrevive Deméter, y en las vírgenes de América Latina —morenas, sincréticas, fecundas— resuenan aún los ecos de las diosas agrarias. Pero en el siglo XXI, ese principio femenino ha mutado. Del arquetipo de la madre dolorosa al estallido de voces que desafían el binarismo y reclaman nuevas formas de existencia. Este artículo explora cómo lo sagrado femenino persiste, se transforma y resiste en la cultura contemporánea.
Fuente: Ideas Textuales
Europa, en sus orígenes, fue un continente de cultos agrarios, de bosques sagrados, de templos dedicados a Cibeles, Isis, Artemisa, y sobre todo a Deméter. La diosa de la tierra cultivada, la protectora de las cosechas. No solo es símbolo de fertilidad. Es la personificación de la tierra misma como matriz de vida y muerte. En su figura se sintetizaban el alimento, el ciclo estacional y la posibilidad del retorno.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Con la conversión al cristianismo, al contrario de lo que muchos suponen, ese imaginario no fue abolido, sino resignificado. La figura de María, virgen y madre, pura y terrenal, encarnó muchas de las funciones simbólicas que antes cumplían las diosas madres del mundo pagano. En los márgenes del dogma, la religiosidad popular europea siguió aferrada a la imagen de lo femenino como mediadora entre lo humano y lo divino. La Virgen María se convirtió en la nueva madre tierra, la intercesora que comprendía el sufrimiento del pueblo, la protectora de los campos, de las lluvias, de los partos y de las muertes.
En las regiones rurales de Europa, las vírgenes negras, como la de Czestochowa en Polonia o la de Montserrat en Cataluña, conservaron los atributos de las diosas anteriores. Se las veneraba en cuevas, se las coronaba con flores, se las vinculaba con la fertilidad. El color oscuro de sus rostros remite no solo a un sincretismo étnico o teológico, sino también al humus, al barro fecundo, a la noche uterina. María pasó a ser una Deméter cristianizada. La madre protectora y sufriente que busca su hijo entre los muertos.
Los rituales marianos —rosarios, procesiones, ofrendas— reproducen, en clave cristiana, antiguas liturgias agrarias. La Asunción de María, celebrada el 15 de agosto, coincide con las antiguas festividades de la cosecha, cuando se agradecía a la tierra por sus frutos y se rogaba por su regeneración. En Grecia, antes de que la Virgen María fuera venerada, esa misma fecha estaba consagrada a Deméter. La superposición no es casual. El calendario litúrgico cristiano se construyó sobre las huellas de las fiestas paganas.
Lo que persiste es una estructura simbólica. El anhelo humano de un principio femenino protector. En María, como en Deméter, se proyectan las preguntas fundamentales: ¿quién me cuida cuando sufro? ¿Quién puede rescatarme de la muerte? ¿Quién me devuelve al mundo cuando todo parece perdido? María no desaloja a Deméter, la hereda. Y Europa, aún en su modernidad secular, conserva en sus devociones marianas el eco de esa arcaica reverencia por la madre. No se trata solo de un fenómeno religioso, sino de la necesidad de lo sagrado femenino, no como un opuesto del poder patriarcal, sino como su límite y su promesa de redención.
Europa no llegó a América con las manos vacías. Entre todo los artilugios culturales que desplegó en su conquista, lo más poderoso fue la figura de María. La María popular, la madre cercana, protectora, mediadora. Esa María cargaba, sin saberlo, una herencia que venía de más atrás, de los templos antiguos, de los ritos a la tierra y el grano. El útero fértil de la tierra, que marcaba con su llanto las estaciones y con su duelo el invierno.
Pero América tenía sus propias Madres, sus propias vírgenes indígenas. Pachamama en los Andes, Tonantzin en México, la Coatlicue mexica o la Iemanjá afrobrasileña. Fue entonces cuando ocurrió un nuevo sincretismo, no ya entre cristianismo y paganismo europeo, sino entre esa María ya transformada y las antiguas espiritualidades del continente.
La Virgen de Guadalupe, por ejemplo, no se entiende sin Tonantzin, la diosa madre mexica. El cerro del Tepeyac, donde se aparece la Virgen en 1531, era precisamente el lugar donde se veneraba a la diosa indígena. María no reemplazó a Tonantzin, la encarnó. Su rostro moreno, su manto estrellado, su cercanía con los pobres, su capacidad de parir sin dejar de ser virgen. Una nueva Deméter, pero ahora hablante de náhuatl.
Lo mismo ocurrió en los Andes con la Virgen de Copacabana, que en su iconografía incorpora elementos de la Pachamama. Su presencia junto al lago Titicaca, su rol en las cosechas, su asociación con la fertilidad y con los ciclos naturales hacen de ella no solo una figura cristiana, sino también una resignificación de la tierra sagrada. En Brasil, el culto a Iemanjá se fusionó con Nuestra Señora de la Concepción, en una simbiosis que el catolicismo oficial nunca terminó de controlar.
Lo que persiste es un arquetipo cultural. La necesidad de una madre divina que alimente, escuche, proteja y devuelva la vida. Un principio femenino del mundo, que sobreviva a las guerras, a las conquistas, a los dogmas y a los patriarcas
El sincretismo no fue un accidente, ni una estrategia evangelizadora. Fue una traducción simbólica de continuidad. María es Deméter no porque se parezcan, sino porque cumplen la misma función en el alma colectiva: cuidar. En un continente marcado por la conquista y la pérdida, esa madre universal, sufriente y fértil, se volvió imprescindible.
En el siglo XXI, el simbolismo de la mujer ha atravesado una transformación radical. Del arquetipo mariano de la madre silenciosa y piadosa, o de la Deméter doliente que encarna la fertilidad y el sacrificio, hemos pasado a una multiplicidad de figuras que desbordan los moldes tradicionales. El movimiento Me Too marcó un quiebre, no solo al visibilizar el abuso estructural, sino al reivindicar una voz femenina colectiva que ya no está dispuesta a callar. A partir de allí, la figura de la mujer se expandió hacia nuevas formas de subjetividad, desde el empoderamiento feminista hasta la disolución de las fronteras de género.
Hoy, lo femenino, se define por una constelación de identidades que desafían la norma binaria, en la que conviven mujeres trans, cuerpos no normativos, disidencias sexuales y figuras andróginas. Lo femenino, más que una esencia, es ahora un campo de disputa cultural.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales