Ni golpe ni delito


 

 



La decisión judicial conocida ayer, que exime a Jeanine Añez del proceso penal al que había sido sometida, confirma lo que muchos advertimos desde el primer día: nunca hubo delito que perseguir. Fue una trama armada con fines políticos, que necesitaba un chivo expiatorio para encubrir la mentira del “golpe de Estado” y legitimar el retorno del caudillo. Esa farsa judicial, repetida hasta el cansancio, no solo degradó el sistema de justicia, sino que instaló en la conciencia pública la peligrosa idea de que la verdad puede ser sustituida por el relato.

Lo ocurrido en 2019 está fresco en la memoria colectiva. Hubo un fraude electoral comprobado por organismos internacionales, una renuncia precipitada y una fuga vergonzosa que dejaron un vacío de poder en el Ejecutivo y en la Asamblea Legislativa. No hubo golpe. El Movimiento al Socialismo estaba en desbandada, sin liderazgo, con la legitimidad hecha trizas, cuando Jeanine Añez asumió la primera magistratura en aplicación de la Constitución. No fue conspiradora, sino una ciudadana que, ocupando un lugar en la línea de sucesión, asumió una responsabilidad histórica frente al caos.

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Es necesario, sin embargo, hacer referencia a las negociaciones. Muchos de los que hoy se hacen los desentendidos y algunos que incluso repiten el discurso oficial, participaron entonces en acuerdos con los restos del MAS. De allí surgieron el reconocimiento de la legalidad de Añez como presidenta, la inamovilidad de funcionarios públicos colocados a dedo por méritos partidarios, la repartija del Órgano Electoral y, lo más grave, la decisión de no anular la sigla del partido que cometió el fraude ni procesar a los culpables, entre otras concesiones. Posiblemente, se pensó que la transición no tenía la fuerza suficiente para limpiar la política y sentar las bases de una nueva institucionalidad; pero, al final, se terminó incubando la restauración del mismo régimen indeseable.

Tampoco corresponde callar los errores del gobierno transitorio. Añez se rodeó de malos colaboradores, algunos de los cuales hoy purgan condenas por delitos propios. Tal vez la peor de sus decisiones fue ceder a la tentación de postularse, incumpliendo el mandato de ser garante imparcial de elecciones limpias Tomó decisiones apresuradas que debilitaron su gobierno y facilitaron el retorno del autoritarismo. Estos hechos, que son de dominio público, no deben ser negados ni minimizados. Porque sólo reconociendo las sombras se puede valorar con equidad la dimensión de la luz.

Aun así, reducir aquel momento a la caricatura de un “golpe” es una infamia. Añez tuvo la osadía de ponerse al frente cuando las calles ardían y el país se asomaba al abismo. Tuvo la ductilidad para calmar la violencia y optar por la reconciliación antes que por la revancha. Y enfrentó con dignidad una persecución judicial implacable, bajo cargos falsos, mientras los que quemaron casas particulares y buses públicos; los invasores que pusieron en riesgo de muerte a la población de El Alto, cuando intentaron asaltar Senkata; los responsables de bloqueos criminales; los autores de amenazas terroristas y los grandes depredadores morales de Bolivia gozan de impunidad o incluso fueron premiados con dinero y con privilegios.

Un capítulo de esta trama, que aún debe causar escozor en algunas conciencias, fue la actitud de quienes, en nombre de una supuesta imparcialidad, aceptaron como “inevitable” el juicio contra Añez, sin atreverse a preguntar por la validez de las responsabilidades que se le endilgaron. Frente a la verdad palpable de que no hubo delito, callaron. Y con ese silencio, sea por temor o por conveniencia, se refugiaron en la tibieza de la corrección política, renunciando al elemental deber de defender la verdad.

Por eso hay que decirlo sin ambages: no correspondía proceso alguno contra Jeanine Añez por el supuesto “golpe de Estado” ni sus presuntas consecuencias. Ni juicio ordinario ni juicio de responsabilidades. Porque no se trata de discutir el tribunal competente, sino de reconocer la verdad. Y la verdad es que no hubo delito. El único “crimen” que cometió fue echar sobre sus espaldas la pesada carga de conducir al país por un cauce constitucional, cuando nadie encontraba una salida.

La decisión judicial de ayer repara, en parte, esa injusticia. Pero llega tarde. Nadie podrá devolverle los cuatro años y medio de condena indebida, de encierro injusto, ni de compensar todo el sufrimiento personal y familiar. Ese tiempo perdido no tiene restitución posible. Y quedará como una herida abierta en la conciencia nacional, un recordatorio de cómo la justicia sometida al poder puede ensañarse con los inocentes y dejar libres a los verdaderos culpables.

Con sus defectos y virtudes, Jeanine Añez es digna de reconocimiento y de gratitud. Porque tuvo el valor que a otros les faltó, porque supo encarar el caos cuando el país se desplomaba y porque soportó con entereza la celda y la difamación. Honor a esa valerosa mujer. La historia sabrá juzgarla con más justicia que los tribunales, y el veredicto ciudadano, tarde o temprano, será claro e inapelable: ni golpe ni delito.