En la era digital, no son las ideas complejas las que marcan el rumbo de nuestras democracias, sino las emociones que se propagan a golpe de clic. La polarización no nace de un debate de razones, sino de un dispositivo biológico y cultural que hoy se manipula con precisión industrial. Ante este panorama, el desafío no es huir de las redes, sino recuperar el control de la mirada y del lenguaje, los verdaderos campos de batalla del presente.
Nuestra mente no es un espejo fiel de la realidad, sino un dispositivo de supervivencia que selecciona, filtra y deforma la información. De los millones de datos que nos rodean, apenas un puñado llega a la conciencia. El resto se organiza en atajos y etiquetas que permiten reaccionar rápido. Ese mecanismo, útil en la sabana para escapar de un depredador, hoy se ha convertido en un talón de Aquiles en manos de quienes controlan el relato.
Lo que antes hacían los Estados o las religiones, hoy lo ejecutan con precisión las plataformas digitales. Y lo hacen explotando dos resortes biológicos: el vínculo y la amenaza. El primero nos ancla a un “nosotros” —los hermanos, la madre patria, el dios padre—. El segundo define a los “otros” como plagas, enfermedades, peligros. Nada nuevo bajo el sol. La historia está llena de estos binomios. Lo novedoso es la velocidad, la escala y el negocio que sostienen el sistema.
Las redes sociales no buscan deliberación democrática, buscan atención. Y la atención no se captura con matices, sino con emociones extremas. Por eso lo que circula y se amplifica no es el argumento complejo, sino la frase corta que golpea. Se premia lo visceral y se entierra lo reflexivo. El pensamiento crítico, en ese terreno, es un lujo que nadie paga.
El resultado es un mundo de realidades fragmentadas. Cada usuario habita un universo digital a su medida, donde todo refuerza lo que ya piensa. Se pierde el espacio común, ese suelo compartido que antes permitía discutir, disentir, incluso convivir en medio del desacuerdo. Hoy, el vecino puede parecer un enemigo incomprensible. Vivimos en democracias donde los hechos ya no se comparten. Lo que compartimos son emociones, sospechas, consignas.
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La polarización se alimenta de esa lógica. Y lo hace exigiendo sacrificios en nombre de ideas nobles. La paz, la justicia, la unidad, como banderas que justifican la exclusión. “Quiero paz, por lo tanto, debo eliminar a los distintos”. “Quiero unidad, por lo tanto, debo silenciar a los disidentes”. Cuando la narrativa funciona, los individuos se sienten superiores, emocionalmente reforzados, moralmente eximidos. Ya no actúan como ciudadanos responsables, sino como soldados obedientes de una causa que exige fidelidad total.
Lo inquietante es que una vez inmersos en la causa, resulta casi imposible abandonarla. Aunque la evidencia diga lo contrario, el cerebro protege su inversión. Y cuanto más hemos creído, más difícil resulta admitir que nos equivocamos. Así, la polarización se perpetúa. Se trata de algo más que una pugna de ideas. Es una estructura afectiva que organiza la vida de millones de personas.
Frente a este escenario, el desafío no es desconectarse, sino reaprender a mirar. Preguntarse, antes de reaccionar, a quién beneficia la información que recibimos. Reconocer que detrás de cada mensaje hay un interés que decidió invertir tiempo y dinero para que llegara hasta nosotros. Practicar la curiosidadcomo forma de resistencia: viajar, conversar, exponerse a realidades que contradicen nuestras certezas. El prejuicio no sobrevive al contacto con lo real.
En un tiempo donde la percepción es manipulable y las emociones son el blanco de guerras simbólicas, defender la libertad no pasa por grandes gestos épicos, sino por algo más sencillo y radical: recuperar el timón de la propia mente. Y entender que el lenguaje, lejos de ser inocente, es la primera línea de esa batalla.
Por Mauricio Jaime Goio.