En Bolivia se vive una crisis profunda porque el modelo económico ha fracasado y en la elección del 17 de agosto se esperan cambios, sobre todo en el modelo económico. Leyendo los programas de gobierno y analizando los debates, comprendo que casi todos los candidatos hablan de una inyección económica; es decir, que vamos a prestarnos para salir de la crisis. Pero la pregunta que debería guiar la decisión nacional es incómoda: ¿es bueno o malo endeudarnos para salir de la crisis? ¿Vale realmente la pena hacerlo en este momento y bajo estas condiciones?
Plantear esta pregunta no es un ejercicio teórico. Es, en realidad, decidir entre dos caminos que tienen consecuencias concretas para millones de bolivianos hoy y para generaciones futuras. Y como toda decisión de alto impacto, no se puede tomar solo desde el impulso político o la urgencia del momento, sino desde un diagnóstico honesto de dónde estamos y de hacia dónde queremos ir.
El país llega a esta encrucijada con las reservas internacionales más bajas en décadas, tras haber caído de más de quince mil millones de dólares hace apenas diez años a menos de dos mil millones hoy. El déficit fiscal se ha instalado como una enfermedad crónica desde 2014, y año tras año gastamos mucho más de lo que ingresamos. La deuda pública ha escalado hasta rondar el ochenta y cuatro por ciento del PIB, lo que nos coloca en un rango preocupante para cualquier economía emergente. Nuestras exportaciones, dominadas por el gas natural, se han desplomado, mientras las importaciones, especialmente de combustibles subsidiados, crecen y succionan divisas a un ritmo alarmante.
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Lo más llamativo es que, pese a este deterioro, la inflación se mantiene baja. Pero no es un milagro: es el resultado de un tipo de cambio fijo que ya no refleja la realidad y de subsidios que actúan como tapones de una olla de presión que acumula fuerza. Estos mecanismos, que en su momento fueron un escudo contra la inestabilidad, hoy son los mismos que nos atan a un esquema que ya no podemos sostener.
Frente a este cuadro, no sorprende que los candidatos, de oficialismo y oposición, coincidan en la idea de buscar un préstamo para “ganar tiempo”. Es una propuesta políticamente atractiva: promete evitar el trauma de un ajuste brusco, sostener el gasto social, calmar al mercado cambiario y, de paso, dar oxígeno para que las reformas se implementen sin incendiar las calles. Pero como toda solución rápida, esconde el riesgo de que el alivio sea temporal y la factura llegue más alta y con intereses.
Quienes defienden esta estrategia señalan que un préstamo externo importante permitiría reconstituir reservas internacionales, estabilizar el tipo de cambio y evitar la paralización de importaciones esenciales como combustibles e insumos productivos. Sostienen que, si los recursos se canalizan hacia inversión en infraestructura, industrialización del litio o modernización de la agroindustria, podrían generar empleo y divisas, creando un círculo virtuoso que facilitaría el repago. Además, argumentan que un endeudamiento bien negociado con organismos multilaterales podría obtenerse a tasas bajas y plazos largos, más ventajosos que el financiamiento que hoy se busca en mercados privados a costos prohibitivos.
Pero los detractores advierten que esta visión peca de optimismo. Bolivia ya está en un nivel de deuda alto para su tamaño económico, y nuevos compromisos podrían llevarnos a una situación de insostenibilidad. Temen que los préstamos terminen sosteniendo, no transformando, el modelo actual: subsidios a combustibles que drenan recursos, empresas estatales deficitarias, un tipo de cambio artificial y una estructura fiscal que depende excesivamente de ingresos volátiles. En ese caso, la deuda no sería un puente hacia la recuperación, sino una extensión de la pista de aterrizaje… que igual termina en un precipicio.
La elección entre deuda externa e interna no es trivial. La externa, sobre todo si proviene de organismos como la CAF, el BID o el Banco Mundial, aporta divisas que necesitamos con urgencia y puede negociarse a condiciones más benignas que el mercado. Pero implica aumentar pasivos en dólares, y si nuestras exportaciones no repuntan, el pago se volverá cada vez más difícil. La interna mantiene la soberanía financiera, pero nuestro mercado local ya está saturado de bonos del Estado y recurrir al financiamiento del Banco Central corre el riesgo de desatar inflación y deteriorar la confianza bancaria, un fantasma que ya rondó en 2023.
En mi opinión, endeudarse no es, en sí mismo, una decisión equivocada. Puede ser una herramienta legítima y necesaria para evitar un colapso abrupto. Pero solo tendría sentido si se la concibe como un puente hacia un nuevo modelo productivo, y no como una muleta para seguir caminando con el mismo pie enfermo. Esto exige que cada dólar prestado se asigne a actividades que aumenten nuestra capacidad de generar riqueza: proyectos que produzcan divisas, reformas que reduzcan el déficit fiscal, inversiones que diversifiquen la economía. Significa también tener la valentía política de revisar subsidios, transparentar las cuentas públicas y comunicar claramente a la población que el endeudamiento es un sacrificio que implica responsabilidades compartidas.
Lo peor que podríamos hacer es tomar deuda para sostener un espejismo. Porque el tiempo que se gana con préstamos mal empleados no es tiempo de vida para la economía, sino tiempo de agonía, algo que ya se vivió. Por eso, cuando vayamos a las urnas este 17 de agosto, no solo estaremos eligiendo un presidente. Estaremos eligiendo una estrategia para enfrentar la crisis más seria de las últimas décadas.
La deuda puede ser la cuerda que nos saque del pozo o la soga que nos ate al fondo. La diferencia no la hará el monto prestado, sino la visión, la disciplina y el coraje para usarla con un propósito que trascienda el calendario electoral y piense en el país que queremos dejar a nuestros hijos.