Salvando a las encuestas de la hoguera de los hubris quebrados


Si algún consenso existe entre las antagónicas y disímiles figuras políticas bolivianas que en octubre se enfrentarán en un balotaje a muerte súbita, es, sin duda, su curiosa coincidencia en culpar a las encuestas por el inesperado desenlace de los comicios presidenciales del 17 de agosto en el enclave mediterráneo de Evo Morales.

Nada de qué sorprenderse en un país donde septuagenarias figuras de la política tradicional, derrotadas en su carga final por el poder, ensayan las más absurdas excusas para evitar asumir que la causa de sus magros resultados electorales fue su delirante hubris, mientras que los victoriosos emergentes ensayan reproches por lo que perciben fueron mecanismos estadísticos contingentes que buscaron inducir el voto hacia los tradicionales filtrando a quienes terminaron de favoritos en la primera vuelta.



Las encuestas se han convertido además en el chivo expiatorio de las élites que conforman el ecosistema de la opinión pública en Bolivia que eluden su responsabilidad por haber neutralizado las capacidades de alerta estadística y recalibrado los sistemas sociométricos electorales, impidiéndoles registrar la baja frecuencia en la que la retórica del voto asistémico condensaba la inminente erupción de figuras emergentes.

Pero las encuestas no se equivocaron, sino que se introdujo en su diseño un defecto estructural: una directriz ejecutiva que prohibió a la sociometría medir a quienes, finalmente, definieron esta elección. El establishment determinó que no se debía contar a quienes no tuvieran una sigla; los patrocinadores de las siempre costosas encuestas electorales decidieron que no se incluiría en la lista de opciones presentada a los encuestados a quienes no contaran con una organización política registrada por el Tribunal Supremo Electoral y legalmente habilitada para participar. Esto dejó a medios de comunicación, candidatos y a la opinión pública navegando a ciegas, con un sonar calibrado para no detectar el malestar de la opinión prevalente por un cambio de actores que se desplazaba como una ola de magma invisibilizada.

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Hoy, los electos senadores de Jorge Quiroga y el virtual vicepresidente del PDC descalifican por igual a las encuestas y advierten, al unísono, con judicializar a sus ejecutores, mientras los mecenas que pagaron por ellas y castraron su capacidad de escanear el espectro completo de la opinión política ocultan la mano y se eximen de culpa por no haber advertido el malón populista que marcha de favorito a la segunda vuelta.

Pero el diablo nunca sabe para quién trabaja, y esa limitación impuesta a las herramientas sociométricas obligó a los candidatos a operar sin una lectura precisa de la ubicación porcentual de cada opción en el mapa de actores, comprometiendo la legibilidad social de los estudios electorales y la fidelidad de los reportes de prensa de manera equivalente a apagar un radar o instruir a un sismógrafo que ignore cualquier señal por debajo de la frecuencia de los candidatos formalmente habilitados por el sistema político.

La coartada del nivel ejecutivo de la industria de la opinión pública para imponer este sesgo fue que buscaban cerrar toda posibilidad de que Evo Morales legitimara e impusiera, una vez más, su inconstitucional candidatura. Así, obligando a las encuestas a no considerar a candidatos inhabilitados, se le cerró el paso al obstinado Evo, pero también se marginó a emergentes u outsiders que complicaban las posibilidades de los favoritos Jorge Quiroga y Samuel Doria Medina, filtrando de las encuestas —a la par de que el Organismo Electoral purgaba de los comicios— a precandidatos como el cristiano ultraconservador Chi Hyung Chung, el liberal Jaime Dunn o el populista Edman Lara.

En un giro caprichoso del destino, el último de esa lista, Lara, consiguió ticket para el segundo asiento bajo la sigla del Partido Demócrata Cristiano, que postulaba a Rodrigo Paz, un exalcalde y exsenador de una de las viejas dinastías del establishment, cuyo nombre a la cabeza del binomio no activó las alertas estadísticas ni reveló el apoyo silencioso por su acompañante de fórmula: un excapitán de policía devenido en influencer, con mucho predicamento en el occidente de Bolivia, portador de los atributos y la genealogía política que interpelan a las clases populares en el país.

Lara se convertiría en el factor decisivo detrás del inédito resultado en primera vuelta y de la posibilidad de que llegue a Palacio Quemado un binomio cuyo vicepresidente evoca, de manera inquietante, la arquetípica figura del caudillo populista en uniforme que termina tomando el poder, una experiencia que Bolivia conoce bien tras que en 1964 el populista general Rene Barrientos derrocara a su acompañante de binomio, el presidente Víctor Paz Estenssoro, inaugurando la era de los regímenes militares de facto en Bolivia.

 

Erick Fajardo Pozo

Analista politico y asesor legislativo