Una campaña envenenada


Johnny Nogales Viruez

Bolivia atraviesa una de las campañas más tóxicas de su historia reciente. Lo que debía ser un espacio para el debate de ideas y la presentación de propuestas terminó convertido en un lodazal de agravios, calumnias y ataques personales que violaron las más elementales reglas de la moral y las buenas costumbres. Ni siquiera la familia de los candidatos se salvó del veneno.



Instrumentos modernos de manipulación de voz e imagen compitieron con la desfachatez de los más avezados embusteros, mientras supuestos periodistas y comunicadores se comportaban como mercenarios de la palabra. Radicales y fanáticos añadieron combustible con comentarios inflamantes. Hay pruebas fehacientes de millonarios pagos para difundir diatribas en las redes sociales. Todo para desprestigiar al oponente, reducir sus posibilidades y desviar la atención ciudadana hacia el escándalo y no hacia las propuestas.

Como era previsible, estrategas de la izquierda, reforzados por expertos extranjeros, aprovechan este clima para exacerbar el conflicto entre los dos punteros y desgastarlos por igual. Pretenden bajarlos de las preferencias y reanimar al debilitado bloque popular socialista. Es una artera intromisión destinada a reinstalar el proyecto que nos llevó a la crisis.

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¿Podemos esperar buenos resultados de una consulta nacional en estas condiciones? La política debería ser el espacio para confrontar ideas y construir consensos, no un concurso de difamaciones que degrada a quien las lanza y a quien las consume.

El problema más grave, sin embargo, es lo que queda después: los resquemores profundos que esta clase de campañas dejan en los actores políticos. Nuestra historia muestra cómo los agravios y la ruptura de acuerdos han llevado a decisiones tan inesperadas como poner en la presidencia al tercero antes que al ganador del plebiscito, incluso al precio de cruzar “ríos de sangre”. Eso ocurrió tras el rompimiento del Pacto por la Democracia; prueba de que los sentimientos personales pesan, y mucho, en la política boliviana.

Ese mismo espíritu de confrontación irresponsable, años después, alimentó otro error histórico: la hostilidad y el enfrentamiento entre los tres principales partidos de entonces facilitaron el ascenso vertiginoso e inobjetable del caudillo masista. Fue una suma de mezquindades y cálculos cortoplacistas cuyo precio seguimos pagando.

Hoy existe un riesgo real de que algo similar ocurra. Ojalá que los candidatos que comparten mayor coincidencia en sus planes de gobierno – y en quienes la mayoría de los bolivianos ciframos nuestras esperanzas – no permitan que las heridas de la campaña les impidan conformar el gobierno sólido y competente que necesitamos para salir del desastre heredado del socialismo y su mentado “proceso de cambio”.

Quienes hoy se encuentran más cerca en sus propuestas y visiones de país tienen la obligación (¡no la opción!) de encontrarse en un mismo horizonte. De la soberbia y el rencor no nacen gobiernos sólidos, sino crisis prematuras.

No podemos permitir que la miseria moral de esta campaña se convierta en la herencia política del próximo gobierno. Lo que ahora necesitamos no es un ganador solitario, sino un liderazgo capaz de unir y gobernar con la fuerza de un proyecto compartido.

La reconstrucción que nos aguarda exige temple, generosidad y, sobre todo, la capacidad de entender que la victoria electoral no es el final de la batalla, sino el inicio de una tarea titánica: devolverle a Bolivia la legalidad, la esperanza, la decencia y el rumbo. Si los líderes democráticos fracasan en este compromiso, no será el socialismo el que nos hunda, sino nuestra propia incapacidad para dejar atrás el barro de esta campaña y mirar juntos hacia adelante.

Porque, al final, la historia no recordará quién lanzó o soportó más insultos, sino quién tuvo la grandeza de anteponer la patria a su orgullo y el coraje de salvar a su país. No olvidemos que, en política, el que divide vence. ¡Que la campaña no nos envenene el futuro!

Johnny Nogales Viruez