Si a un suizo le dijeran que vive en un Estado fallido, probablemente se reiría. O no entendería. Pero cuando nos lo dicen a nosotros, los bolivianos, nos duele. Nos molesta. Nos indigna. ¿Por qué reaccionamos así? Tal vez porque, algo de razón hay. Tal vez porque nos están poniendo un espejo en la cara, y el reflejo no nos gusta.
Eso pasó con la declaración de Dina Boluarte. Saltamos ardidos como país herido. La Cancillería respondió, los políticos hicieron su show y las redes se llenaron de patrioterismo nacionalista, barato y campañero. Pero la pregunta de fondo sigue ahí, intacta, y más incómoda que nunca: ¿y si Bolivia es realmente un Estado fallido?
Miremos los hechos. Desde 1825 hasta hoy, hemos tenido más de 90 gobiernos y al menos 180 intentos de golpe de Estado. La inestabilidad no es excepción, es costumbre. Nos hemos pasado casi dos siglos remendando constituciones, improvisando liderazgos y sobreviviendo entre golpes, juntas y caudillos. Incluso cambiando de nombre al país. ¿Cuándo fue la última vez que el Estado funcionó bien por más de un par de años?
Tampoco hemos logrado construir un país socialmente cohesionado. Seguimos divididos. Oriente contra occidente. Ciudad contra campo. Indigenismo contra modernidad. Cada quien jalando para su lado, como si tuviéramos países distintos metidos dentro del mismo mapa. No tenemos una visión común de lo que queremos ser. Y sin eso, no hay nación posible.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
En lo económico, la historia es la misma: dependencia, improvisación y despilfarro. Pasamos del estaño a la plata, del gas al litio, siempre exprimiendo materias primas sin pensar en el mañana. Nacionalizamos todo para repartir miseria. Y hoy no tenemos ni dólares, ni combustibles, ni plan. Solo parches y promesas demagogas.
La política en este país nació podrida entre megalómanos y dictadores. La justicia nunca existió. La corrupción ha sido el idioma común entre gobiernos de izquierda, derecha o centro. El narcotráfico su principal aliado. Y la oposición o el oficialismo, la misma cosa. Cambian los nombres, pero el fondo es el mismo: un sistema hecho para servirse del poder, no para servir al país.
Y si hablamos de historia, tampoco salimos bien parados. Perdimos la mitad del territorio. Nos quedamos sin mar, sin Acre, sin Chaco. No por mala suerte, sino por mala gestión. Por traiciones, improvisación y falta de visión. Esas cicatrices todavía duelen, pero seguimos sin aprender nada.
Entonces sí, nos duele que nos digan Estado fallido. Pero no porque sea mentira. Nos duele porque sabemos que es cierto. Porque lo sentimos cada vez que el Estado no funciona, cada vez que el sistema te aplasta o te ignora. Porque detrás del escándalo diplomático, está el silencio incómodo de una verdad que evitamos mirar de frente.
A pesar de todo, creo que no estamos condenados. Bolivia tiene jóvenes con talento, ideas y ganas. Tiene recursos, tiene energía. Lo que falta es coraje. Coraje para aceptar que esto ya no da más. Coraje para romper con el cinismo y los parches. Coraje para construir un nuevo contrato social, con instituciones serias y reglas claras. Coraje para cambiar al fin esta historia de oportunidades perdidas.
Este 6 de agosto no tengo ganas de festejar. Ni mucho menos de sentirme orgulloso de ser boliviano. No hay nada que celebrar. Prefiero el silencio. La reflexión. Que este aniversario nos encuentre frente al espejo —aunque esté roto— y que nos atrevamos, por fin, a vernos como somos. Solo así vamos a poder cambiar.
No hay orgullo en cumplir 200 años fracasando. Pero sí puede haber dignidad en empezar de nuevo.
Roberto Ortiz