Bolivia es un mercado, no un Ministerio


Santiago Terceros Pavisich

En Bolivia nos encanta disfrazar la política con categorías viejas, cargadas de romanticismo setentero. Bolivia es un laboratorio político donde lo viejo nunca termina de morir y lo nuevo nunca termina de nacer del todo. En ese intersticio, lo “nacional popular” sigue siendo una categoría vigente, aunque profundamente transformada. No se puede negar que el proletariado existe todavía: en fábricas, en talleres, en espacios de producción formal que sostienen parte del aparato económico. Pero lo hace en condiciones muy distintas a las del siglo XX. Ha mutado, se ha fragmentado y convive con una realidad más amplia y extendida: la del mundo informal.



En la sociología política clásica, lo nacional popular se asociaba con grandes movimientos de masas, sindicatos fuertes y caudillos capaces de articularlos en un relato común. Esa lectura funcionó en la Bolivia minera e industrializada de mediados del siglo pasado. Pero el país de hoy es otro. La sociología económica contemporánea muestra que el 85% de la población vive en la informalidad, organizada no en grandes centrales, sino en asociaciones pequeñas, gremiales, familiares y barriales. Ahí late lo popular, y ahí está lo nacional, porque es esa amalgama de millones de experiencias fragmentadas lo que sostiene el tejido social. Y este fenómeno no apareció de un día para otro: en los últimos cuarenta años, la informalidad no solo ha crecido como proporción de la economía, sino sobre todo en volumen absoluto de personas. Desde la relocalización minera de los años 80 hasta la expansión de las ferias y el comercio urbano en los 90, la informalidad se convirtió en la válvula de escape frente a un Estado incapaz de integrar a todos en el mercado formal. El proceso de integración social que emergió de ese crecimiento terminó transformando a los informales en una mayoría aplastante, no solo en términos económicos, sino también en términos políticos y electorales. Esa nueva mayoría, que combina resiliencia con creatividad, es hoy el núcleo real del sujeto nacional popular del 2025.

Eso no significa que lo nacional popular haya desaparecido. Significa que se ha reconfigurado. El proletariado formal sigue estando, pero ya no es la columna vertebral única. Comparte el espacio con transportistas, comerciantes, artesanos, emprendedores digitales y una infinidad de oficios que no caben en la caja rígida de la vieja teoría de clases. La Bolivia del 2025 es híbrida: mitad proletaria, mitad informal, y con un creciente sector profesional independiente que se mueve entre ambas aguas. Es esa mezcla, ese sincretismo social y económico, lo que constituye hoy lo nacional popular.

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Desde la sociología política, esto obliga a romper con la lectura simplista de izquierdas y derechas. El estatismo rígido que definió al MAS, con su lógica de control central y reparto clientelar, ya no responde a la demanda real del sujeto popular. Ese sujeto, fragmentado pero vital, pide libertad para producir, menos trabas, menos burocracia, menos corrupción, pero también un Estado que no lo expulse y que le dé la posibilidad de formalizarse sin asfixiarlo. Lo que demanda no es un Estado omnipresente, ni tampoco un mercado salvaje, sino un punto medio donde se reconozca su esfuerzo, se respete su autonomía y se garantice un piso de ciudadanía. Y digámoslo sin rodeos: el modelo estatista está claro que fracasó. Seguir insistiendo en él es como seguir rezando a un santo de yeso que ya perdió la cabeza. Para lo emergente, la ruptura con ese modelo no es una convicción ideológica, es una obligación práctica, de supervivencia. O se rompe, o se queda condenado a repetir la misma comedia de promesas incumplidas y clientelismo barato.

Lo nacional popular de hoy es resiliencia organizada. Es la señora que vende comida y cobra con QR, el chofer que arma su ruta con diez colegas, el artesano que exporta por Facebook, el obrero que sigue defendiendo su sindicato, y el joven que organiza una red de delivery en su barrio. Todos ellos representan un nuevo sujeto político que no cabe en las categorías clásicas. Y ese sujeto es positivo en la medida en que expresa creatividad, adaptación y fuerza colectiva. No es la masa homogénea del pasado, sino la pluralidad de miles de historias que, unidas, marcan el rumbo del país.

La gran tarea política del 2025 es reconocer esa amalgama y entenderla como la base de cualquier renovación. No se trata de negar al viejo proletariado ni de romantizar la informalidad. Se trata de ver que ambos coexisten, que ambos son parte del nacional popular boliviano, y que el futuro depende de integrarlos en una narrativa que supere la vieja dicotomía izquierda-derecha. Porque ni el estatismo rígido ni el liberalismo de manual entienden por sí solos lo que significa Bolivia: un país de contrastes, de mezclas y de resiliencias.

En última instancia, lo nacional popular es eso: la síntesis de nuestra contradicción. Y si hay algo que la sociología política enseña es que las sociedades no avanzan negando sus contradicciones, sino articulándolas en un proyecto común. Esa es la batalla cultural del presente: construir un nacional popular renovado, que no viva de consignas muertas, pero que tampoco reniegue de su raíz histórica. Una amalgama viva, que reconozca al proletario, al informal, al profesional independiente y al emprendedor digital como parte de un mismo pueblo que exige libertad, dignidad y respeto.