Las generaciones educadas para esperar un futuro brillante se enfrentan hoy a la incertidumbre permanente. En América Latina, en Europa y en el resto del mundo, los mapas del presente están trazados por la fatiga de las promesas incumplidas.
Los fuegos artificiales del nacimiento del nuevo milenio marcaron la ilusión por el advenimiento de un mundo nuevo. La caída del Muro de Berlín había instalado el mito de la democracia global, apuntalado por una revolución digital que auguraba un futuro abierto, conectado y luminoso. Pero apenas avanzado algunos años, ya la realidad contradecía este optimismo. Guerras, crisis económicas, populismos en ascenso, pandemias y un planeta en permanente tensión. Por desgracia, las buenas nuevas del milenio se desdibujaron.
Este desencanto no se corresponde exclusivamente con un estado de ánimo, sino que responde a la forma en que la humanidad enfrenta su presente. Principalmente por la erosión de los grandes relatos que durante el siglo XX sostuvieron para crear certezas: el progreso económico, el triunfo de la ciencia y la fe puesta en la democracia representativa. La tecnología no trajo igualdad, la política se percibe como teatro vacío y las utopías sociales se fragmentaron en proyectos individuales de corta vida.
Las nuevas generaciones son el rostro más visible de este mapa. Quienes crecieron, escuchando que serían ciudadanos del mundo, se enfrentan a fronteras endurecidas, empleos precarios y una falta de acceso a la solución de necesidades básicas, que han terminado por ser consideradas privilegios, como el acceso a la vivienda, educación y salud. Existe la sensación de que el futuro dejó de ser promesa para transformarse en amenaza. Damos una mirada a nuestro mundo y lo que nos queda son sociedades desiguales, sistemas de salud colapsados y un estado policiaco amparado en la vigilancia digital.
América Latina tiene un trazo particular en esta cartografía. Durante los noventa y los primeros años del 2000, se pensó a sí misma como una región en ascenso, con democracias jóvenes y economías abiertas al mundo. El boom de las materias primas reforzó esa ilusión. Hoy, en cambio, la política se mueve como un péndulo entre el entusiasmo por nuevos liderazgos y la frustración por su desgaste acelerado. La corrupción, la polarización y la volatilidad configuran un paisaje poco alentador. Ya no hay héroes ni proyectos, apenas resistencias locales efímeras.
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Europa también transita sus propios desencantos. La crisis migratoria, el Brexit, el auge de la ultraderecha y la guerra en Ucrania le recuerdan que la integración no era irreversible. En África, la independencia no se tradujo en soberanía real; en Asia, la modernización no ha garantizado sentido ni comunidad. Las cartografías del desencanto son, en definitiva, un mapa global que atraviesa generaciones y geografías.
Mapear la desilusión no significa resignarse. Allí donde los grandes relatos se derrumban, aparecen prácticas culturales que buscan recomponer comunidad. Vemos huertos urbanos, redes vecinales, economías locales, la recuperación de la oralidad. Son microcartografías que renuevan el sentido, pequeñas islas que ofrecen densidad frente al vacío. No son utopías universales, pero su fuerza reside en lo concreto, en lo cotidiano, en lo que resiste al desgaste de las promesas.
Las cartografías del desencanto no trazan un final, sino un comienzo. Quizás el error del nuevo siglo fue apostar todo a narrativas grandilocuentes, mientras la vida concreta pedía otra escala. Hoy, más que promesas globales, necesitamos gestos mínimos. Reconocer que vivimos en un tiempo de desencanto no significa rendirse. Más bien es aprender a habitar un mundo complejo, con ojos críticos y sin nostalgias paralizantes.
Los mapas nunca son definitivos. Cada trazo puede reconfigurarse, cada frontera puede moverse, cada vacío puede devenir en un nuevo horizonte. Y quizá nuestro mayor desafío sea aceptar que la vida es perpetuo movimiento, lo que posibilita recobrar la fe en el futuro, volviendo a imaginar nuestro mundo.
Por Mauricio Jaime Goio.