En abril de 2020, cuando la pandemia azotaba con fuerza a un país indefenso, el gobierno transitorio de Jeanine Añez gestionó con el Fondo Monetario Internacional la obtención de 327 millones de dólares a través del Instrumento de Financiamiento Rápido. No fue un préstamo en el sentido estricto de la palabra, sino un intercambio de Derechos Especiales de Giro (DEG´s) por dólares, previsto en el propio convenio constitutivo del FMI que Bolivia suscribió desde 1945.
El costo era mínimo, poco más del uno por ciento anual, con un periodo de gracia superior a tres años y sin condición alguna. Era, en suma, dinero barato y oportuno, en medio de una emergencia que desbordaba al sistema de salud y amenazaba la vida de miles de personas.
El gesto fue responsable y legal. El Banco Central de Bolivia (BCB) actuó como agente financiero del Estado, conforme a la ley que lo faculta para administrar las reservas internacionales. Ninguna norma exigía autorización de la Asamblea Legislativa, como quedó demostrado más tarde, cuando el propio Banco Central, ya bajo el gobierno de Arce, convirtió el 90% de sus DEG´s en dólares sin trámite parlamentario alguno.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Pese a esa evidencia, apenas instalado en el poder, Luis Arce ordenó devolver de manera anticipada esos recursos, pagando no sólo el capital recibido, sino también comisiones, intereses y un sobrecosto por variación cambiaria. Bolivia desembolsó más de lo que había recibido. Y lo hizo en el peor momento posible, cuando el país necesitaba liquidez y cuando la pandemia no había sido superada. Fue una decisión arbitraria, adoptada no por razones económicas sino por cálculo político, que privó al país de un alivio financiero y abrió un proceso de persecución judicial contra los funcionarios que actuaron conforme a derecho.
El argumento oficial de que se trataba de un préstamo irregular y condicionado se desmorona frente a los hechos. No hubo imposición alguna del Fondo Monetario Internacional. Lo que hubo fue la necesidad de un gobierno acosado por la tragedia, impelido por la urgencia de salvar vidas y con la oportunidad de acceder a un financiamiento rápido, transparente y favorable. El daño no lo causó la operación de 2020, sino la devolución caprichosa de 2021.
Lo más grave es la contradicción. Se devolvieron 327 millones de dólares bajo el pretexto de soberanía, para luego endeudar al país hasta niveles insostenibles. Hoy la deuda externa asciende a 13.806 millones de dólares, equivalente al 25% del PIB, según fuentes oficiales, y la deuda pública total se aproxima peligrosamente al 100% de la riqueza anual de Bolivia. Lo barato y lo útil se rechazó; lo oneroso y lo desmedido se abrazó sin pudor.
En un Estado serio, lo ocurrido debería merecer un juicio contra quienes dispusieron esa devolución, causando daño económico al Estado y privándonos de recursos en una situación de pandemia; no procesos amañados contra los que actuaron conforme a la ley. Lo que ha quedado en evidencia, una vez más, es la sumisión de la justicia al poder político, que convierte en delito lo que no lo es y encubre con impunidad lo que arruina las finanzas de la Nación.
Bolivia pagó más de lo que recibió, perdió recursos vitales en plena pandemia y hoy vive hipotecada por la deuda. Esa es la verdadera estafa que se cometió contra todos los bolivianos.