La vivienda se volvió un espejo brutal de la desigualdad. Ya no alcanza con trabajar, ahorrar o estudiar. La escalera de ascenso social se rompió, y el futuro depende cada vez más de un apellido y de una herencia.

En 2017, un magnate australiano recomendó a los jóvenes dejar de gastar en tostadas de aguacate si querían comprarse una casa. La ocurrencia se viralizó como un meme que sirvió para reírse de los millennials, siempre caricaturizados como ingenuos, incapaces de sacrificarse y derrochadores. Más allá de lo desafortunado de la afirmación, la realidad nos indica que la afirmación es sencillamente falsa. La tostada de aguacate puede desaparecer del desayuno, el café puede reducirse a uno por semana y la cuenta de Netflix cancelarse sin drama, pero nada de eso acerca a un joven a la compra de una vivienda en una gran ciudad. La única variable que lo hace posible se llama herencia. Y en esa constatación hay un drama que atraviesa a toda una generación.

El sociólogo Jorge Galindo afirma que, hoy por hoy, lo que define a una clase social no es el salario, sino la riqueza. Una riqueza que, en la mayoría de los casos, no es producto del trabajo, sino del patrimonio que se recibe. Así el problema de la vivienda, más que un tema de consumo, es un dispositivo de reproducción de desigualdades. En sociedades que se definieron a sí mismas por la promesa de la meritocracia, esta constatación tiene un efecto devastador.



La historia del ascensor social fue, durante mucho tiempo, un relato esperanzador. Los hijos de obreros que llegaban a la universidad, los nietos de campesinos que compraban un departamento en la ciudad, las familias que abandonaban la precariedad para instalarse en barrios de clase media. El progreso tenía una lógica casi natural, y la vivienda era la piedra angular que sostenía este relato. Tener un techo propio implicaba no solo estabilidad económica, sino más que nada pertenencia, arraigo, ciudadanía.

Este ascensor parece estar averiado. En cualquier gran ciudad de occidente, la edad media para comprar la primera vivienda se acerca peligrosamente a los 40 años. Una generación entera se ha visto condenada a prolongar la adolescencia y compartir vivienda con extraños, volver a la casa de los padres o, en los casos más extremos, seguir conviviendo con una ex pareja porque ninguno de los dos puede pagar un alquiler en solitario. Más que un problema económico, que lo es, se trata de una alteración profunda en la manera de vivir y proyectar el futuro. El calendario vital se desordena, las decisiones se aplazan, la intimidad se vuelve un lujo.

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Para Galindo la única solución es construir más. Una propuesta política en el sentido más amplio, pues piensa la vivienda como un derecho colectivo y no como un botín privado. Occidente sigue arrastrando el trauma de la burbuja inmobiliaria de los años 2000. El estallido dejó un paisaje de casas vacías en pueblos despoblados y miles de familias expulsadas de sus hogares. Desde entonces, la palabra “construcción” se asocia al exceso, al riesgo, a la corrupción. Lo que Galindo propone no es no construir por construir, sino crear un parque público robusto, barrios mixtos, ciudades densas y habitables donde convivan quienes compran y quienes alquilan.

La solución tiene lógica. La escasez alimenta la especulación, por lo cual las viviendas, al convertirse en un bien limitado, disparan sus precios, quedando el acceso reservado a quienes pueden pagar de contado o heredar. Y, como recuerda el sociólogo, los grandes propietarios y fondos de inversión se colocan siempre al inicio de la fila, acaparando lo que falta. Construir, en ese sentido, es un acto de justicia que rompe el círculo de la escasez, diluyendo el atractivo especulativo de la vivienda y devolviendo a millones de personas la posibilidad de tener un hogar.

Pero la propuesta tropieza con la política. Ningún gobierno quiere enemistarse con esa mayoría silenciosa que ya es propietaria y que teme que su principal activo pierda valor. Y, al mismo tiempo, pocos gobernantes están dispuestos a desafiar la maraña normativa que hace imposible levantar proyectos de vivienda pública a gran escala. A fin de cuentas, todo queda en anuncios de miles de pisos que nunca se construyen, planes ambiciosos que se diluyen entre trámites y titulares. Mientras tanto, la brecha se agranda y la frustración crece.

Esa frustración no es inocua. Socava la confianza en las instituciones, erosiona la legitimidad del sistema y alimenta discursos extremos. Una sociedad donde la vivienda depende de la herencia es una sociedad donde la igualdad de oportunidades se convierte en ficción. El conflicto, que comenzó como un choque generacional, se transforma en un enfrentamiento de clase: entre los que heredan y los que no. Y esa línea divisoria es mucho más peligrosa al tocar el corazón de la democracia misma.

El problema de la vivienda es, en el fondo, un problema cultural. Se trata de decidir qué tipo de sociedad queremos: una donde el futuro se hereda, o una donde el futuro se construye. Tenemos que comprender que el acceso a un hogar no es un lujo, sino la base sobre la que se edifican todos los demás derechos.

Mientras todo dependa de la herencia, seguiremos atrapados en un feudalismo renovado donde la sangre y el apellido pesan más que el esfuerzo. La vivienda debería ser un derecho, no una lotería familiar. Y el desafío, como recuerda Galindo, es tan ambicioso como una misión a la Luna. Movilizar millones de hogares, reconstruir el tejido urbano, devolver a las generaciones futuras la certeza de que el futuro no se recibe, sino que se conquista.

Por Mauricio Jaime Goio.