Hay un problema recurrente en la crítica cultural: analizar un texto con las reglas de otro. Es como reprocharle a un poema que no presente dato estadístico o exigir a una fotografía que dé cuenta de toda la complejidad de un proceso histórico. Cuando un ensayo adopta el lenguaje de los símbolos y de los mitos, se vuelve inútil pedirle la misma coherencia que tendría un informe técnico o una investigación académica. La lógica interna es otra, y por eso mismo debe ser leída en sus propios términos.

Esa confusión explica buena parte de las críticas que recibió mi artículo Camacho: el retorno del héroe que descendió a los infiernos. Se me acusó de fanatismo ideológico, de idealizar a un político y envolverlo en ropajes religiosos. Pero el texto no buscaba evaluar programas de gobierno ni establecer balances de poder. Quiso, más bien, describir la manera en que la sociedad boliviana, en momentos de crisis, convierte la política en ritual. Es una exploración simbólica, no una defensa partidaria.

Porque lo cierto es que los pueblos rara vez viven sus procesos políticos en clave de pura racionalidad. Lo que ocurre en las plazas y en las calles tiene tanto de movilización cívica como de ceremonia colectiva. Hay cánticos que se parecen a plegarias, hay vigilias que recuerdan procesiones, hay discursos que funcionan como homilías. Negar esa dimensión sería empobrecer la mirada. Dejar fuera aquello que en verdad moviliza a la multitud.



El error de fondo es creer que hablar de “héroes”, “redentores” o “resurrecciones” implica canonizar al personaje en cuestión. No se trata de santificarlo, sino de constatar cómo la comunidad lo lee. Cuando la historia se vuelve insoportable, las sociedades buscan recomenzar. Y ese recomienzo se dramatiza a través de figuras ejemplares, de narraciones que dan forma al caos.

Es cierto que hay un tono litúrgico. “Exorcismo social”, “drama cósmico”, “rito colectivo”. Pero esas palabras no reemplazan el análisis político. Sólo muestran la otra cara del fenómeno, la que convierte lo histórico en tiempo sagrado. La que hace que un proceso electoral o un juicio público se vivan como si fueran capítulos de un relato fundacional. El mito no es adorno, es el modo en que la sociedad organiza su experiencia.

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Podrá objetarse que todo esto es exagerado. Que la política debe hablarse en términos más terrenales, más concretos. Y, sin embargo, basta detenerse en la escena: miles de personas en una plaza, banderas ondeando como estandartes religiosos, cantos que se elevan como letanías, la sensación de que lo que ocurre allí no es simplemente una asamblea ciudadana, sino un drama colectivo que roza lo sagrado. Quien no lo quiera ver, se pierde la mitad del cuadro.

La política moderna nunca ha renunciado a ese pulso mítico. Lo vemos en el culto a las banderas, en los himnos entonados con solemnidad, en las imágenes de líderes que se elevan por encima de lo humano. Es lo que algunos llaman “religión civil”. Allí donde la religión tradicional retrocede, la política ocupa su lugar con símbolos, ritos y narrativas que dan cohesión y sentido.

Por eso, más que una falta, lo simbólico es una clave de lectura indispensable. Si se lo desestima, se empobrece el análisis; si se lo confunde con propaganda, se malinterpreta su función. Los símbolos no legitiman un programa ni prueban su eficacia. Simplemente explican por qué resulta verosímil, movilizador, inevitable. En el fondo, muestran por qué la gente cree.

El mito no ha desaparecido: se ha transformado. Aparece en las plazas, en los discursos, en las vigilias colectivas. No es un vestigio del pasado, sino un lenguaje persistente que organiza el presente. Y entenderlo no significa abrazarlo ciegamente, sino reconocer que la política, como toda experiencia humana, necesita relatos que vayan más allá de las cifras. Esa es la paradoja: la democracia puede contarse en votos, pero se vive como rito.

Y al final, cuando cae la tarde sobre la plaza y el eco de los cantos se disuelve en el aire, lo que queda no es la aritmética de las encuestas, sino la certeza íntima de haber participado en algo mayor, un instante que la multitud sintió como sagrado. Tal vez allí, en esa mezcla de fe y política, de rito y protesta, se esconda la verdadera materia de la historia.

Por Mauricio Jaime Goio.